Celebración del cuerpo en libertad.
Ignoro si Patricia Guerrero, la bailaora granadina alma mater y protagonista de este espectáculo rutilante o Juan Dolores Caballero, responsable de la dirección escénica, habrán leído La catedral (1903), novela poco conocida de Vicente Blasco Ibáñez. La cuasi coincidencia del título con el del montaje hace presagiar que sí; pero, en todo caso, y por eso traigo a colación esta referencia libresca, existe un claro hilo conductor que une el monumental y apabullante alegato contra el oscurantismo religioso del escritor valenciano (o la no menos lúcida y acerada crítica de José María Blanco White, o las de “Clarín”, Lorca o Miguel Hernández ( Vengo muy satisfecho de librarme / de la serpiente de las múltiples cúpulas …)) con el propósito de denuncia de la opresión sobre la mujer ejercida por parte de esa institución multisecular, cuyo símbolo máximo de poder y permanencia en el tiempo vienen representado precisamente por la imagen de una catedral.
Y ese es el espacio recreado por la escenografía. Entre sus pétreos muros y sus vetustas bóvedas, a la tenue luz de un cirio y una lámpara votiva una mujer con vestiduras talares, peineta y mantilla española parece orar en silencio; pero lenta y progresivamente, sus miembros escapan al control impuesto por esa moralidad estricta que exige recato, quietud y recogimiento en el templo. La lucha se ha iniciado y de inmediato el espíritu indomable de rebeldía que subyace en la mujer tratará de abrirse paso, de derribar muros, de romper tópicos y convencionalismos al ritmo de una percusión insinuante cuyos ecos y reverberaciones parecieran portadores de una pulsión ancestral que se resiste a ser silenciada.
Con una escenografía de orientación tenebrista, una estética del claroscuro, Dolores Caballero contrapone la oscuridad, el recogimiento y el ambiente opresivo de la nave, la artificiosidad y el barroquismo de los trajes -¡espléndido, suntuoso, el vestuario!- con la luz de una mente libre y de un cuerpo glorioso que ansían la libertad. La acción dramática, mínima, se articula en varias etapas cuidadosamente diseñadas: una progresiva y elocuente trasformación de la mujer desligándose de los elementos coercitivos que la aprisionan, un proceso simbolizado en ese irse desprendiendo de sucesivas prendas de vestir, oscuras, artificiosas, hasta que aparece el rojo incandescente de la pasión, el pelo suelto ya y liberada de toda suerte de vetos y ataduras para entregarse a la consumación de sus deseos, a la libertad del cuerpo arrastrado al éxtasis del baile flamenco.
Y ya estamos de lleno en el terreno de la danza. Porque no hay que olvidar, que pese a su profunda carga simbólica el montaje es ante todo un espectáculo de danza en el que una joven bailaora, en plena madurez artística, con sus manos y brazos prodigiosos, con su torso, cintura y cuello de junco, despliega un arsenal inagotable de recursos, en una intensa y vibrante pugna entre tradición y modernidad del flamenco, perceptible incluso para un profano como el que suscribe estas líneas. El otro contrapunto operante se establece con la tensión creciente entre los polos de lo sacro y lo profano. Las reminiscencias del misticismo simbolizado en los motetes y letanías a dúo de tenor y contratenor o los movimientos sincopados del cuerpo de baile que recuerdan a ratos el aire marcial de los pasos procesionales rivalizan con la llamada perentoria, virulenta casi, de una sensualidad femenina que se abre paso acompañada por el cante roto de José Ángel Carmona y la guitarra de Juan Requena, de nuevo en la estela de la renovación de un Manolo Sanlucar o de un Paco de Lucía.
Espléndida la música, como digo, que va creciendo en complejidad y en complicidades de todos los elementos presentes en el escenario, cante, toque, percusión, voces y castañuelas. En sazón el cuerpo de baile y portentoso el trabajo de Patricia Guerrero, una verdadera fuerza de la naturaleza que seduce y arrebata al mismo tiempo y que saldó su lamento final con una catarata de aplausos y el público puesto en pie.
No podía haber mejor pórtico para esta XVIII edición de “Clásicos en Alcalá” que se inaugura con la ambición de dar cabida a una cada vez más rica y variada representación de las Artes Escénicas.
Gordon Craig (18/VI/18)
Ficha técnico artística:
Baile y coreografías: Patricia Guerrero.
Cuerpo de baile: Maise Márquez, Ana Agraz y Laura Santamaría.
Tenor: Diego Pérez. Contratenor: Daniel Pérez.
Cante: José Ángel Carmona.
Guitarra: Juan Requena. Percusión: David “Chupete”.
Dirección escénica: Juan Dolores Caballero.
Composición musical: Juan Requena y Agustín Diassera.
Realización de vestuario: Laura Capote
Alcalá de Henares. XVIII Festival de las Artes Escénicas.
Teatro Salón Cervantes. 17 de junio de 2018.