la Iglesia, que tiene su origen en el Dios trinitario, es un misterio de comunión para la misión, para el anuncio de la Buena Nueva. Entre el Espíritu Santo, tercera persona de la Santísima Trinidad, y la Iglesia existe una especial y profunda vinculación. El Espíritu es quien construye, anima e impulsa la misión evangelizadora de la Iglesia y derrama constantemente el amor en el corazón de los creyentes para que caminen en la verdad.
Pero, este vínculo íntimo entre el Espíritu y la Iglesia no anula nuestra humanidad ni nuestras debilidades y pecados. Por esta razón, desde los primeros momentos las comunidades cristianas no sólo experimentan en su seno la comunión y el amor para caminar en la verdad, sino que pasan también por el dolor y el sufrimiento de las rupturas de la comunión y de la negación de las verdades de fe.
Esto nos hace ver que del mismo modo que la comunión en el amor existe en la Iglesia desde los primeros momentos y seguirá existiendo con el paso de los siglos, también hemos de estar preparados para asumir las divisiones. Por lo tanto, aunque nos duela, no debe sorprendernos que también en nuestros días existan divisiones y posturas egoístas debido a la defensa de los propios intereses, olvidando los pensamientos de Dios y las necesidades de los hermanos.
Pero, en medio de las realidades del mundo y de las debilidades de la Iglesia, existe siempre el peligro de perder la fe, de olvidar el mandamiento del amor y la vivencia de la fraternidad entre todos los hijos del único Padre. Todos deberíamos reconocer este verdadero peligro, asumiendo que no es posible vivir la comunión con quienes, por distintas razones, se han alejado de la Iglesia y de las enseñanzas del Señor.
La Iglesia primitiva era consciente de estas tensiones en la construcción de la comunión entre todos sus miembros. De hecho, al mismo tiempo, que pide el cumplimiento del mandamiento del amor a todos, especialmente a los más necesitados, también se dirige con fuertes invitaciones a la conversión de aquellos que formaron parte de la comunidad y, con el paso del tiempo, la adoración de los ídolos los llevó a olvidar a Dios.
Pidamos al Señor que nos conceda ver a la Iglesia, más allá de una simple organización o suma de individuos, la comunidad de personas que se fían del Dios de Jesucristo y se comprometen a vivir cada día el mandamiento del amor. Los cristianos somos educados en el amor para concretarlo en los distintos acontecimientos de la vida.
Con mi bendición, feliz día del Señor.DEL OBISPO
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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