En la introducción a Elipses, un libro misceláneo de artículos, conferencias y textos de variado tenor sobre teatro y filosofía, recuerda Juan Mayorga cómo Walter Benjamin se sirve precisamente de la figura geométrica de la elipse para explicar de forma gráfica su método analítico. “Benjamin -escribe Mayorga- desencadena su pensar al descubrir la conexión de dos motivos distantes (los focos de la elipse) que al asociarse abren un campo de preguntas”. Ese espacio, añade “podría ser llamado imagen dialéctica, que no es el mero vínculo de dos objetos distantes, sino el lugar tenso y denso creado por un emparejamiento improbable”.
Conocedor profundo de la obra benjaminiana, creo que Mayorga adopta aquí como dramaturgo un método parecido y ha conseguido, asociando dos elementos que no pueden ser más heterogéneos (Schopenhauer y unas gafas de natación) crear una perspectiva insólita desde la que meditar sobre diversos aspectos de la cotidianidad, dentro de la familia y en el marco más amplio de relaciones de la vida ciudadana.
Un accidente fortuito provoca la rotura de las gafas graduadas de nuestro protagonista. Hombre de recursos, echa mano de sus gafas de natación, también graduadas, para bajar a la tienda de la esquina a por leche para el desayuno. Y desde ese mismo instante comienza a ver el mundo de manera distinta. La experiencia le resulta gratificante y divertida y decide pasar a mayores; así se adentra en El Quijote -¡fascinante!-, se ve hasta siete veces seguidas El perro andaluz, de Buñuel, pasa la tarde entera contemplando Las Meninas y termina dándose de bruces con El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer que ahora -¡oh maravilla¡- comprende a la perfección. Pero aquí no acaba el prodigio, obviamente, su familia, convecinos, incluso los funcionarios de una comisaría donde acude a renovar el pasaporte, lo ven a él de forma distinta y comienzan a tratarlo como a un bicho raro. Algo ha ocurrido que trastoca el orden natural de las cosas y a su alrededor empiezan a tener lugar sucesos insólitos. Es el efecto de su singularidad -y de la de otros afines, con los que coincide en un bar con nombre de número imaginario, profesores, casualmente, que forman una suerte de cofradía de pesimistas-, ola que se extiende como un reguero de pólvora (como la barbarie en Rinoceronte, de Ionesco), y parece contaminar a toda la ciudad.
¿Excentricidad? ¿Extravagancia? ¿Desahogo? Genialidad, en todo caso, de una parábola incisiva e hilarante que nos invita a mirar la realidad con ojos nuevos, a moderar el pesimismo rampante y a tomarnos un poco menos en serio porque cuando te pones gafas de colores, sobre todo si son intensamente azules “enseguida comprendes -y esto son palabras de Schopenhauer– que alrededor de ti todo es representación, que el yo es una mera ilusión, y entonces reduces tus ambiciones, aceptas la inanidad del mundo y tu propia inanidad”. Lo cual no impide, como asevera con toda tranquilidad y desde el más profundo sentido común la esposa del protagonista “que puedas disfrutar de un helado de fresa”.
Gran parte del universo referencial y de la poética escénica de Mayorga tiene presencia en esta arriesgada y novedosa propuesta en la que afloran aquí y allá leves pinceladas autobiográficas: la reflexión filosófica, la familiaridad con las matemáticas y el gremio de los profesores, la búsqueda de la palabra exacta, la imagen del mundo como teatro y trazas de una sátira social y política indulgente, en línea con la obra de Bulgakov, que no veíamos con tanta nitidez desde su Alejandro y Ana, todo lo que usted no pudo ver de la boda de la hija del presidente; y desde luego, una opción radical -como director del espectáculo- por una puesta en escena despojada de todo elemento espurio que distraiga del elemento básico de su dramaturgia: palabras en acción, “unas acciones representadas ante un público”, con el actor como figura nuclear. Un actor, en este caso César Sarachu que, hay que anticiparse a decirlo, hace un trabajo portentoso metamorfoseándose en múltiples personajes y movilizando un inagotable contingente de recursos de la expresión corporal. Pocas veces he visto una simbiosis tan perfecta entre palabra y cuerpo del actor, un cuerpo que desde la fragilidad de su fisonomía, su continente apacible y tono mesurado traduce la desbordante comicidad de la pieza y provoca continuas carcajadas en los espectadores; una comicidad que emana del contraste permanente entre lo insólito y disparatado de las situaciones y la naturalidad y presencia de ánimo con las que este esforzado caballero de la escena se enfrenta a las mismas.
Gordon Craig, 02/II/2019
Ficha técnico artística:
Autor: Juan Mayorga.
Con: César Sarachu.
Espacio escénico y vestuario. Alejandro Andújar.
Iluminación: Juan Gómez Cornejo
Música y espacio sonoro: Jordi Francés.
Madrid. Teatros de la Abadía.
Hasta el 10 de febrero de 2019.