La Declaración Universal de los Derechos Humanos, redactada por representantes de todas las regiones del mundo y promulgada el año 1948, propone aquellos derechos humanos fundamentales que deben ser reconocidos y protegidos en todas las naciones. Esta declaración afirma, entre otras cosas, que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen como base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos inalienables de todos los miembros de la familia humana.
Estos derechos, recogidos en la mayor parte de las constituciones de las naciones y de los organismos internacionales, con frecuencia son violados o no respetados en su integridad. En algunos casos, incluso son utilizados por algunos países o por sus habitantes como justificación de una defensa sin condiciones de los derechos individuales o de los derechos de los pueblos más desarrollados.
Cuando la obsesión por lo propio se apodera del corazón de las personas, con el paso del tiempo puede llevar a que cada uno se considere el centro del universo y de la sociedad, llegando a pensar que los restantes miembros de la familia humana deben estar a su servicio. La obsesión por lo individual cierra el corazón de la persona a la trascendencia y le impide acoger a los demás, pues vive centrado en la defensa de sus derechos y en las obligaciones de sus semejantes.
Ante esta realidad, respetando la cultura de cada nación, es necesario insistir una y otra vez en que el planeta es de todos, que Dios ha puesto la naturaleza y los bienes de la tierra para el sustento y bienestar de toda la humanidad. Por lo tanto, el hecho de haber nacido en un país con menos recursos naturales que otro o con un desarrollo económico más bajo no puede justificar el que las personas vivan con menor dignidad.
Si asumimos estos presupuestos, parece evidente que las personas o las naciones más ricas y más favorecidas económicamente deberían saber renunciar a alguno de sus derechos para compartir los bienes y las riquezas, recibidos como un regalo del Señor, con las personas o países más empobrecidos.
Aunque hemos de reivindicar nuestros legítimos derechos, no podemos cerrar los ojos ni el corazón a los derechos de millones de personas que viven marginadas y excluidas de la sociedad. Esto nos exige crecer en justicia y solidaridad, devolviendo al pobre lo que le corresponde y poniendo los medios para que los pueblos empobrecidos puedan ser artífices por sí mismos de su propio destino.
Con mi sincero afecto y bendición, feliz día del Señor.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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