Los evangelios afirman que Jesús llamó a un grupo de discípulos para estar con Él y para enviarlos a predicar. Para que el amor y la salvación del Padre, concretados en las palabras, actitudes y comportamientos de Jesús durante los años de su vida pública, puedan ser ofrecidos a todos los hombres, son necesarios discípulos misioneros.
Este llamamiento del Señor, hoy se dirige a todos los hombres y mujeres del mundo, sin distinción de razas ni de color de la piel. En unos casos, como en tiempos de Jesús, la respuesta a la llamada es positiva. En otras ocasiones, los intereses personales, las preocupaciones de la vida, la cerrazón del corazón y la adoración de los ídolos hacen imposible que muchos hermanos puedan dar una respuesta generosa a la llamada.
En aquellos casos, en los que la respuesta es positiva, algunos discípulos experimentan miedo ante las dificultades; otros consideran que no pueden ser evangelizadores porque tienen poca formación cristiana. En ambos casos, subyace la convicción de que la evangelización depende más de los esfuerzos y de las cualidades personales que de la gracia de Dios y de la acción del Espíritu Santo en el corazón de las personas.
Aquellos cristianos que actúan desde sí mismos y desde los propios criterios consideran que los demás deben secundar sus proyectos y olvidan que la iniciativa en la vida cristiana y en la acción apostólica no es nuestra, sino de Dios. Es Él quien nos ama primero, va siempre delante de nosotros mostrándonos el camino a recorrer y nos envía constantemente a la misión para que hagamos discípulos suyos y no nuestros.
Esto quiere decir que tanto la vida cristiana como la actividad pastoral hemos de verlas como un regalo de Dios para el impulso y el cumplimiento de la evangelización. Cuando caemos en la tentación de ver la evangelización con criterios humanos, entonces sobra la Iglesia y la actuación del Espíritu Santo para llevar adelante la misión. Cada uno, desde sus criterios, se basta a sí mismo para anunciar y dar testimonio de su evangelio.
El apóstol Pedro, que conocía a la perfección las artes de la pesca y que tenía una gran experiencia en el ejercicio de la misma, experimenta la frustración al pasar toda la noche pescando sin obtener los frutos de su trabajo. Sin embargo, cuando acoge las indicaciones del Señor, que van en dirección opuesta a sus cálculos personales y a su experiencia, recoge tantos peces que tiene que llamar a los compañeros de la otra barca para que le ayuden a sacarlos a tierra. ¡Magnífica enseñanza para nosotros!
Con mi sincero afecto y bendición, feliz día del Señor.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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