Decir cine de terror era llenar nuestra imaginación de monstruos míticos como Drácula, el monstruo de Frankenstein, el hombre-lobo o los patéticos zombis: todos ellos, anomalías de la naturaleza que no eran más que sublimaciones de nuestros deseos reprimidos y nuestros traumas inconscientes. Pero, antes, el cine era otra cosa.
En un momento de la historia del cine, en el que la modernidad se transforma en una posmodernidad sin valores estéticos, o con valores banalizados e igualados por abajo, surge la necesidad de verlo todo en las pantallas, sin pudor, intentando satisfacer esa pulsión escópica de un espectador angustiado en una sociedad sin sentido, ni dirección, ni sentimiento. Y así, la pornovisión se adueña de nuestra mirada.
No quiere esto decir que el cine más reciente no haya dado muestras de genio y vitalidad narrativa: ahí están It follows o A Ghost Story, entre otras muchas, por nombrar sólo dos extremos formales de cómo afrontar un relato fantástico con originalidad e instinto de transgresión. Sin embargo, parece obvio que desde hace años el cine de terror ha tomado el camino más fácil: el de mostración de las entrañas, el horror del descuartizamiento y las formas más sangrientas de la muerte, todo ello en consonancia con una fragmentación del relato que roza, casi siempre, la inverosimilitud, de manera cruel, atroz, feroz y repelente, llevando las situaciones dramáticas y la puesta en escena a extremos grotescos propios del teatro de grand guignol.
Laugier, director y guionista de Ghostland, asumiendo sin pudor las estrategias y los referentes más tópicos y manoseados del cine de terror termina por resultar patético y altamente falso, así como muy confuso y mal ejecutado, la constante cita del, por otra parte, magnífico, único y clásico escritor norteamericano H. P. Lovecraft a lo largo de toda la película, sin que se llegue a entender en ningún momento el sentido de ese pretendido homenaje en relación con su mal contada, y muy barroca y pretenciosa, historia de maldad nihilista.
Así, pierde el rumbo empeñado en la pretensión de ser original y, a la vez fiel, a las reglas del género, narrando una historia ilógica y tópicamente terrorífica, pero sin que el intento de transmitir la emoción del horror llegue al espectador por el camino de un relato que domine los mecanismos genéricos, sino por el uso indeterminado, abusivo y fácil de la creación de imágenes pretenciosamente brutales y, literalmente, horrorosas.
Es decir, espectaculares, imaginarias, superficiales, sin el profundo simbolismo del terror clásico, pese a sus fallidos intentos de intentar contarnos un cuento de brujas y niñas asustadas.
Todavía recuerdo la primera película que no me dejó dormir: Drácula vuelve de la tumba, una de la Hammer, con Christopher Lee, el mejor Drácula de la historia del cine. Y aquel cine de verano de los diez años, con sillas plegables de madera y una botella de gaseosa y toda la vida por delante y los ojos ardiendo, y el miedo y, ya en la cama, mis gritos de “Mamá, Mamá…agua”, buscando su compañía, su caricia, la paz que me hiciera recuperar el sueño perdido en las imágenes de un monstruo que me enseñó que el miedo está en nuestro interior y que un cuento debe ser emocionante. Y no dar asco.
Sinopsis:
Una madre y sus dos hijas heredan una casa. Pero en su primera noche, aparecen unos asesinos y la madre se ve obligada a luchar para salvar a sus hijas. (FILMAFFINITY)
Ficha técnica:
Título original: Ghostland
Año: 2018
Duración: 91 min.
País: Canadá
Dirección y Guion: Pascal Laugie
Fotografía: Danny Nowak
Reparto: Crystal Reed, Anastasia Phillips, Mylène Farmer, Taylor Hickson, Emilia Jones, Rob Archer, Suzanne Pringle, Adam Hurtig, Alicia Johnston, Ernesto Griffith, Erik Athavale, Kevin Power, Paul Titley, Terry Ray
Productora: Coproducción Canadá-Francia; 5656 Films / Logical Pictures / Mars Films