El teatro de Brecht propende más a la reflexión ética que a la introspección psicológica, conserva siempre un reducto de didactismo -heredado de Piscator– y una profunda crítica social e ideológica fruto de su formación marxista, aunque sin caer en el dogmatismo ni en lo panfletario, por eso sus obras casan bien con el modelo de las parábolas o de las fábulas morales. De ellas conserva la simplicidad argumental, el desplazamiento histórico de las situaciones, el tono humorístico y su pretensión de validez universal, a lo que Brecht añade la ironía y la paradoja. Técnicamente también es muy novedoso; enemigo del romanticismo y de lo irracional, cultiva una visión precisa, objetiva y analítica de la escena y del trabajo de los actores, lo que constituye quizá el mayor desafío para quienes se enfrentan al montaje de sus obras
Pese a estas dificultades, cabe decir que mi experiencia con el teatro de Brecht ha sido altamente satisfactoria. Tuve el privilegio de presenciar, allá por el año 1975, el montaje mítico de José Luis Gómez -a la sazón recién llegado de Alemania-, de La resistible ascensión de Arturo Ui. En 2006 (hubo que esperar 20 años a que fructificara el magisterio de Gómez) asistí a un espléndido montaje de Luis Blat de La buena persona de Sezuan. Luego vendrían Mario Gas con La ópera de los tres peniques y Ernesto Caballero, uno de los más conspicuos admiradores de Brecht en el panorama de la dirección escénica española contemporánea, con La vida de Galileo, en 2016 y ahora, con el montaje que nos ocupa, Madre coraje y sus hijos, muestra consumada de fidelidad al legado estético brechtiano.
Escrita en 1939, al inicio de la Segunda Guerra Mundial, la obra invita a reflexionar fríamente sobre la degradación moral a la que se ven abocados los seres humanos cuando tienen que sobrevivir en condiciones de extrema pobreza y violencia. En particular las críticas van dirigidas contra quienes, como la cantinera Anna Fierling, protagonista absoluta de la obra, se aprovechan de las situaciones de excepcionalidad que provocan las guerras, comerciando con el hambre, la miseria y las debilidades humanas en beneficio propio aún a costa de sacrificar a sus propios hijos.
La fabula es bien conocida, Anna Fierling, que se hace llamar Madre Coraje, con su carromato de cantinera que empujan dos de sus hijos, recorre los campos de la Europa central devastados por las campañas de la Guerra de los Treinta Años trapicheando con víveres, vodka, enseres y pertrechos militares para ganarse la vida. Al hilo de los sucesivos episodios que jalonan su deambular por los campos de batalla vamos haciendo cada vez más nuestros los dilemas morales y las contradicciones a las que se enfrenta Anna Fierling, su sufrimiento y angustia, su arrojo y su astucia y nos vemos interpelados acerca de la respuesta que daríamos nosotros no ya frente a situaciones parecidas sino incluso ante los reveses y pequeños contratiempos cotidianos. A este respecto es particularmente revelador el episodio y la canción de la “gran capitulación” en la que Madre coraje instruye al impetuoso joven soldado “que no soporta la injusticia” como debe de comportarse ante los poderosos recomendándole “astucia, paciencia y resignación”.
La acerada ironía que destila esta escena impregna muchas otras en las que Anna Fierling nos obsequia con su “magisterio moral” y en general todas las canciones que a modo de moraleja subrayan los diversos episodios de la obra, aunque a veces da paso a escenas de gran carga emocional como su alarido de dolor al enterarse de la muerte de su hijo “Cara de queso” o el desgarrador planto ante el cadáver de su hija Kattrin. Todo ello gracias al portentoso trabajo de una entregada y llena de vitalidad Blanca Portillo, que va entrando poco a poco en el personaje hasta dominarlo por completo superando el excesivo ímpetu y exaltación de los primeros compases. El resto del elenco está a la altura de las circunstancias manteniendo bajo un riguroso control la expresión de una sentimentalidad a flor de piel que a cada paso, en escenas de una enorme truculencia y crudeza, amenaza con desbordarse.
La puesta en escena y la ambientación son sobrias, sin apenas elementos de atrezzo salvo el carromato de Madre Coraje que enseñorea la escena; la “banda sonora” evoca el fragor de la batalla, los cantos marciales de los soldados o el tañido de las campanas lejanas anunciando la paz. Excepción hecha de los zapatos rojos de Ivette o de las tenues tonalidades granates del burdel la atmósfera de la obra bascula del gris plomizo de las estepas sumidas en la niebla y el barro de los caminos al verde oliváceo de los uniformes militares. La maquinaria del teatro, la parrilla del telar o las baterías de proyectores a la vista de todos cortocicuitan los procesos de identificación, como quería Brecht, y la luz hiriente de los neones de los rótulos explicativos ponen una curiosa nota de modernidad, como para recordarnos que estamos en el presente.
Todo el montaje constituye una muestra atinada a mi entender de la estética del teatro épico propugnado por Brech y no siempre bien comprendido por los realizadores actuales. Un trabajo que constituye un inmejorable broche de oro con el que Ernesto Caballero cierra su fecunda etapa como director del CDN. Y así pareció entenderlo el público asistente que premió la función con uno de los más largos y entusiastas aplausos que yo recuerdo en la espléndida platea del teatro María Guerrero.
Gordon Craig, 11-X-2019.
Ficha técnico artística:
Autor: Bertolt Brecht.
Traducción de Miguel Sáenz.
Versión y dirección: Ernesto Caballero.
Con: David Blanco, Bruno Ciordia, Raquel Cordero, Paco Déniz, Ángela Ibáñez, Paula Iwasaki, Ignacio Jiménez, Jorge Kent, Blanca Portillo, Janfri Topera, Jorge Usón y Samuel Viyuela.
Escenografía: Paco Azorín.
Música y espacio sonoro: Luis Miguel Cobo.
Composición musical: Paul Dessau.
Madrid. Teatro María Guerrero.
Hasta el 17 de noviembre de 2019.