Salimos a pasear juntos, siempre que podemos. Soy como su sombra. Le conozco desde hace muchos años o, lo intento al menos, porque como dice, ni él mismo se conoce totalmente.
Creo que hoy por ser 30 de septiembre has sentido unas emociones que tenías solo en el recuerdo de tu corazón sensible.
–Tengo la sensación de venir de un viaje largo del que no solemos hablar mucho. No me refiero al viaje que acabo de hacer a Tenerife. Se vive muy de prisa. Las circunstancias y los trabajos dejan poco tiempo para recordar de dónde venimos.
-¿Te refieres a la familia o al pueblo?
–A las dos cosas. Cuando yo nací había una gran nevada, aunque era un día como hoy. Entonces las estaciones eran muy definidas. La vida de los pueblos y del campo giraba en torno a las estaciones.
-¿Te acuerdas de tu pueblo?
–Por supuesto. Nací en el pueblo más pequeño y más bonito. Hay pueblos inmensos, con pocos habitantes. Lo importante no es el número, sino las personas, la vida, la paz y la belleza que se vive. Si hay grandes personas, no puede ser pequeño un pueblo como Cuena, al sur de Cantabria.
-Seguro que fuiste feliz en ese pueblo y el recuerdo te acompaña.
–No sé si me acompaña o llevo conmigo al pueblo de mi infancia. Aunque me haya alejado físicamente, lo vivido me sigue dando calor y acariciando el alma. Allí me sorprendió la vida como regalo infinito. Allí, la familia me ofreció todo el cariño. Allí, se abrió la puerta de la belleza y … también la del infinito, si es que no es la misma. Fui a la escuela por primera vez.
Todas las puertas de las casas estaban abiertas. En todas las del pueblo, los niños éramos recibidos como uno más de familia, siempre con cariño. No tuve una «alta cuna», pero siempre tuve un hogar y el amor de padres, hermanos, abuelos, tíos, primos y un pueblo de infinitos horizontes. Lo llevo en la sangre, con orgullo.
–Hablas como si estuvieras allí, en la casa que naciste, junto a la de Elías, en la Huerta Larga, al lado de la bolera y el río. Cerca la casa del abuelo. Arriba los nidos de cigüeña y la Iglesia de Santa María protegiendo al pueblo. Rodeando la montaña y el robledal, las vías estrechas de La Robla. Los trenes siempre encantan a los niños. ¿Eso te trae algún recuerdo?
–Alguno no…¡miles! Para mí todo era una explosión. La vida era movimiento. Los trenes, entonces, llevaban máquinas de vapor. La mayoría eran trenes de carga, o «mixtos». Los vagones tenían «garitas». Solo una vez a día pasaba un tren de viajeros que venía de León y subía otro de Bilbao. Los trenes de carga, subían o bajaban, muy despacio.
No teníamos estación porque el pueblo era muy pequeño. Pero la vía, los trenes, sus horarios y pitidos, marcaban el ritmo de las horas y los días a todos. Para unos significaban esperanzas de salir algún día hacia algún otro lugar; para los niños eran fuente de imaginación y de aventuras.
Los chavales solíamos subirnos a los topes de los vagones, escapando al pueblo de la estación de arriba: Cordobilla de Aguilar, donde tenían que parar. Bajar después, por el monte era fácil y siempre una nueva dosis de juego y aventura. Los trenes de viajeros no tenían fuelle entre vagones, para pasar. Solo un pasamanos exterior, en el que los revisores se jugaban la vida de forma acrobática, yendo a la intemperie de un vagón a otro.
Los adultos sabían los horarios de los trenes. Algunos trabajaban en el mantenimiento de las vías, o en Mataporquera, el pueblo comarcal de abajo donde estaban las estaciones de la ROBLA y RENFE, distintas y distantes, incapaces de hacer algo en común por los viajeros. Allí había intercambio de viajeros y mercancías.
Varias máquinas de vapor iban y venían en maniobras. El humo lo contaminaba todo. Elpueblo estaba siempre sucio, aunque tuviera casas o barrios nuevos. En la punta norte una fábrica de Cementos y en la opuesta una fábrica de carburo, arrojaban por sus chimeneas lo que ni se sabe, más que humo, veneno. El viento, lejos de limpiar, lo esparcía. Soplara del norte o del sur, dejaba sobre el pueblo, una dosis infernal de suciedad, que se veía sobre los tejados. En este pueblo yo tenía familia, que trabajaba en los trenes. Allí murió, muy joven, un tío mío, por la explosión de un horno, en Cementos Alfa.
Al estar mi pueblo en la ladera, a mitad de camino de una estación y otra, los mayores, aprovechaban para bajar en «vagoneta» -una plancha sobre 4 ruedas- al mercado. Los niños, si no había escuela, nos apuntábamos a ese viaje, porque era fascinante ir a la intemperie.
Para volver… las vagonetas que iban enganchadas a algún tren que subía hacia León, y que al llegar al pueblo el maquinita hacía señal, reducía la marcha y desenganchaban.
Se producían algunos desastres, por los trenes…vagones cargados de carbón, descarrilaron y volcaron en la ladera. También las chispas, provocaron algún incendio cuando las espigas estaban ya doradas, y la gente desde las eras, acudió para apagarlo.
Al recordarlo, creo que viví en el paraíso del Oeste, antes de conocerlo. Sin indios ni pistolas, pero en el fantástico mundo de caballos, vacas, carros, trenes y ovejas.
-Debía ser un tiempo especial y fantástico, sin duda. ¿Cómo era el día a día?
–Bueno, cuando nací, hacia 3 años que la guerra civil había terminado. No conocí aquella tragedia, pero las consecuencias seguro, aunque se esforzaran en que los niños ni nos diéramos cuenta. A nosotros aquello nos parecía muy lejano y triste.
Al ser un pueblo pequeño, agrícola y ganadero, cada familia cocía el pan cada semana o cada 15 días. Era una fiesta, sobre todo por el pan candeal, las tortas y las roscas.
Con vacas y ovejas, había abundante leche que al hervirla proporcionaba una nata exquisita y queso para la merienda. La matanza también era una fiesta.
Cuando alguna familia necesitaba algo, se lo pedía a otra, con toda naturalidad y luego se lo devolvía. Se vivía realmente el trueque. El dinero se veía muy poco. Los niños, nunca.
-¿Lo necesitabais?
–No, para nada. En el pueblo no había tiendas. Nos traían algunas golosinas, cuando los mayores volvían de viaje, en la fiesta de San Mateo o de Mercadillo y, en Reyes.
Mi abuelo fue el primero en montar una Cantina, donde vendía un poco de todo y donde los domingos, se juntaban algunos vecinos, para echar unas partidas de cartas. Yo fuí con él a comprar en Aguilar de Campoo, que estaba cerca. Mi abuelo era alegre y tenía buen humor-
Los carros transportaban yerba para los animales o la paja, después de la trilla o lo que fuera. Siempre estábamos dispuestos a ir en carro. La siega y la cosecha y el canto de los ejes, proporcionaban un plus de alegría y música. Las eras y la trilla eran un regalo de vida. Era verano. Se trabajaba mucho, todos. Los niños disfrutábamos en las eras, como nadie se puede imaginar. A veces nos dejaban dormir allí de noche., Las estrellas estaban cerca. Así perdimos el miedo a la oscuridad y se encendía la imaginación.
Cuando llegaban los carros con frutas o patatas, ya era otra estación. Volvíamos a la escuela. En el pequeño pueblo había un maestro: Don Nicolás. Hoy ya no recuerdo el nombre de los otros muchos maestros que he tenido, pero a D. Nicolás, nunca lo he olvidado. Había un solo maestro y una sola clase, aunque teníamos diferentes edades. El maestro no debía ganar mucho, porque los padre de los niños y también los abuelos, le llevaban trigo, algún pan cuando las madres cocían, o algo de matanza, para él y su mujer.
Las nieves y el invierno, para los niños, nunca fueron problema. Era la ocasión de divertirse de otro modo. Recuerdo que llevábamos leña para la estufa de la escuela. No pasábamos frio. Los bancos no eran cómodos. Solo la Enciclopedia Álvarez y una pizarra con un pizarrín eran lo que llevábamos de material. Aprendíamos cantando la tabla de multiplicar. Nos sabíamos los ríos, las cordilleras, y las 4 reglas desde muy pequeños.
En las casas se hacía la comida acercando los pucheros al fuego. Las cocinas, generalmente tenían un fogón. El de mi abuelo era de piedra y muy grande. Siempre estaba caliente. Sentados en el fogón comíamos los niños, mientras los mayores estaban a la mesa.
No había llegado aún a las casas ni el agua ni la luz. El río y el pilón estaban cerca para acarrear agua. La luz o las luces, eran lámparas de carburo. Había que limpiar el depósito y llenarlo cada día. Se llevaban en la mano a donde se quisiera y se colgaban en la pared o en las vigas. Proporcionaban una luz uniforme y cálida. Con un pequeño escape de gas, que se oía al quemarse. Eran igual que las de las minas.
Por entonces, comenzó a construirse la presa de El Embalse del Ebro, que no se inauguró hasta 1952. La cantera para el muro de la presa, estaba en el pueblo, a 2 km. Los domingos y las fiestas, la cantera y las vagonetas eran de domino de los niños. No había guardas. Jugábamos con ellas yendo de punta a punta del peñón o descarrilando, como locos.
-¿No recuerdas nada del río?
–Claro, el agua era esencial. Daba vida al pueblo, a la fuente, al lavadero y a cada casa, con sus habitantes, sus ganados, sus huertos y sus flores. El agua era siempre limpia y clara, sin contaminación. Llevaba peces que podíamos ver, y truchas y cangrejos. Nada lo contaminaba desde el nacimiento al pueblo. Pescábamos a mano y a retel. Había árboles y nidos. Cortábamos ramas y hacíamos silbatos y flautas. Nunca nos aburriamos.
En verano, conocíamos las «pozas» con más agua remansada y nos bañábamos desnudos aunque siempre alguno vigilaba, por si algún gamberro nos quitaba la ropa. Nos secábamos como los lagartos. Era un baño en la naturaleza, real y placentero. Luego robábamos algunas frutas o asábamos patatas, (que habíamos arrancado de alguna tierra cercana). Las chicas tenían sus «pozas», al otro lado de la vía.
En el pueblo, había iglesia, pero no había ni cura ni campanas. Cierto que el pueblo era pequeño, pero también decían que en la guerra había habido muchos muertos y habían matado a muchos curas y religiosos. En las fiestas, venía algún cura de otro pueblo. Un tope de un vagón, agujereado, colgado en la pared de la iglesia, golpeado con un martillo, resonaba en el valle y serbia para convocar al pueblo, anunciar algún fallecimiento, soltar el ganado, o anunciar la misa cuando la había.
Tengo un recuerdo especial de aquella época, por los 3 tenores. Los domingos por la tarde se rezaba en la iglesia. Alguien del pueblo dirigía la oración, que siempre terminaba con una «salve» cantada. Los hombres y los mozos, que no eran muchos, estaban en el coro. Los niños esperábamos ansiosos y en silencio las voces de los tenores (no sabíamos qué era eso de tenores), pero eran las voces fuertes de 3 mozarrones que se juntaban y animaban y llenaban la iglesia. Allí estaba Pepe, Basilio, mi tío, y otro mozo, bien plantado, del que ahora no recuerdo el nombre. Era un momento mágico. Había mujeres emocionadas que lloraban al escucharles.
-¿Había médico?
–No, tampoco. No recuerdo que faltáramos a la escuela. Se tosía, pero… recuerdo algo especial que se me gravó.
La menor de una familia de 3 hijos se puso enferma. La llevaron al Médico en Mataporquera, pero no mejoraba. Creo que un día empeoró y su madre, angustiada la cogió en brazos y por el monte arriba, la llevó al médico del pueblo de arriba (Por los atajos estaba más cerca). Parece que la niña estaba muy malita y en el camino de vuelta se le murió en los brazos. Llegó destrozada, pero orgullosa de haber intentado lo mejor para su hija. Dicen que hay multitud de estrellas, de rosas, de tíos y de primos…pero una madre, es única. Siempre valiente. Creo que fue la única vez que los niños estábamos perdidos. Llorábamos al ver llorar sin entender nada.
-Una situación difícil, sin duda. Y triste. Pero…¿había pobres en el pueblo? ¿Había trabajo para todos?
–En los pueblos agrícolas hay trabajo siempre, pero no dinero. Hay comida y no se pasa hambre, pero los pequeños agricultores no pueden ofrecer trabajo. Quienes habían formado una familia o deseaban independizarse, tenían que buscar un trabajo para sostenerla y…tenían que encontrarlo fuera del pueblo.
Generalmente las familias eran numerosas. Las mujeres, trabajaban en el campo tanto como los varones. No había ni discriminación ni privilegios. Las tierras y ganado era atendido por un hombre y su mujer los hijos mozos que no se habían ido de casa y por las hijas. No había pobres en el pueblo.
De vez en cuando, algún pobre venia de fuera, pidiendo. Recuerdo que en casa de mi abuelo nunca se dejó desamparado a nadie. Llegaran por la mañana o por la tarde, tenían comida y si querían, estaba el pajar para poderse quedar. La comida que se les daba era la misma de los hijos o los nietos. Después de aseados, comían con todos, no en un rincón o aparte. Se hablaba con ellos o reíamos, como uno más. (No es que se les mandara al pajar, por no querer que durmieran en una cama, es que en casa de mi abuelo siempre había hijos y nietos).
-Bueno, ¿ y hoy?
–Hoy es la misma vida, pero otro mundo. Soy el niño aquel que ha crecido a su pesar y se sigue asombrando cada día, con 75 años. Para mí siempre ha sido fundamental el cariño de familia. Gracias a ellos soy feliz. Su apoyo y la estabilidad afectiva y humana son esenciales. No tengo morriña. Cada mañana me levanto mirando al futuro con confianza y saco un poco de tiempo para pensar. ¡Como hoy!
¿Es más feliz hoy un niño con su móvil y su Tablet jugando a la Granja? Hay convocado un Referéndum ilegal en Cataluña. No sé si me estoy haciendo mayor, pero …no lo entiendo.
José Manuel Belmonte