El nacimiento de Jesucristo provoca un cambio radical en la historia de la salvación. Con su entrada en el mundo, la salvación y la justificación ya no son el resultado del cumplimiento de unos preceptos o de unas normas, sino la experiencia del Amor de Dios, manifestado en la entrega de Jesús hasta la muerte y derramado en nuestros corazones por la acción del Espíritu Santo.
A partir de la presencia de Jesucristo entre nosotros, los cristianos hemos de buscar constantemente la voluntad del Padre celestial, como Él hizo, para cumplirla en los distintos momentos de la existencia. Ahora bien, la búsqueda de la voluntad de Dios no depende de una ley opresora que se impone desde el exterior, sino de la experiencia del amor de Dios que nos ama sin condiciones y nos regala a su Hijo para que podamos experimentar y participar de su salvación en cada instante de la vida.
Esto quiere decir que lo más importante en la vida cristiana no puede fundamentarse nunca en los deseos personales ni en los criterios del mundo, sino en la transformación de la mente y del corazón provocada por la presencia de Jesucristo en nuestras vidas. La actuación del Señor en nosotros nos permitirá verlo todo con su mirada y nos impulsará a comportarnos en cada instante según sus criterios.
La experiencia gozosa de la presencia del Señor en nuestras vidas produce un cambio de mentalidad y una transformación radical de nuestro modo de pensar y de actuar. De este modo, la verdadera conversión no sólo nos permite tomar decisiones cristianas, sino que nos impulsa a poner en un segundo plano cosas que considerábamos importantes y necesarias para asumir otras a las que no dábamos tanta importancia.
Cuando una persona se deja alcanzar y guiar por los criterios de Dios, experimenta en lo más profundo del corazón la urgencia de la conversión y el deseo de comportarse con una nueva sensibilidad. Es más, quien pone a Jesucristo como centro y fundamento de su existencia puede contemplar su quehacer y la misma realidad, no tanto desde los propios gustos y deseos, sino de acuerdo con el querer y la voluntad de Dios.
El encuentro con Jesucristo en la oración y la experiencia de su amor incondicional pueden hacer de nosotros personas diferentes, personas que no se mueven ni actúan por lo que el mundo de hoy considera éxito o fracaso, sino por motivaciones distintas y más profundas, por las motivaciones de Dios.
Pidamos al Padre, como el mismo Jesús nos indica en la oración del Padrenuestro, que se cumpla su voluntad en la tierra como en el cielo, es decir, que su querer se haga realidad durante el nuevo año en nuestro corazón y en el de todos los hombres.
Con mi sincero afecto y bendición, feliz día del Señor.
Atilano Rodríguez Martínez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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