No he acabado de digerir el penúltimo exabrupto -o habría que decir deposición- racista de Torra y sus mariachis de que una Cataluña independiente habría sido poco menos que invulnerable a la epidemia de coronavirus, cuando la lectura, hace unos días en el diario El Mundo, de una espléndida entrevista de Darío Prieto al catedrático de filosofía de la Universidad Europea Miguel de Cervantes D. Miguel Ángel Quintana Paz, en la que éste hablaba (entre otras cosas) de “la hinchazón identitaria que florece hoy en toda Europa”, me puso sobre la pista del libro que os voy a recomendar esta semana. Se trata de Diktat, del dramaturgo francés Enzo Cormann (1959) y enseguida veréis por qué.
Diktat constituye un crudo y descarnado análisis del comportamiento de los seres humanos sometidos a la experiencia traumática de una guerra civil nacida e impulsada por sentimientos nacionalistas y raciales. Escrita a finales de los 90 en plena explosión del conflicto de los Balcanes la obra no nos habla de un país en particular, antes bien los términos de profundo conflicto que enfrenta a los protagonistas adquieren una validez universal y son susceptibles de una fácil traslación a cualquier tiempo y ubicación geográfica.
La obra dramatiza el reencuentro, tras veinticinco largos años de separación, de dos hermanos -medio hermanos, cabría decir-, hijos de la misma madre pero de padres pertenecientes a etnias distintas; las circunstancias especiales en las que se produce tal encuentro lo impregna de una atmósfera de intenso dramatismo. Ambos han combatido en distintos bandos. El que ha tenido la carrera más brillante, Piet, ha acudido a un lugar inhóspito y apartado a instancias de su hermano Val, quien al parecer se ha llevado la peor parte. El primero, psiquiatra, tiene un futuro prometedor como Ministro de Sanidad de un gobierno ultranacionalista; el segundo, en cambio, ha sido duramente castigado por la vida, convertido en profesor de historia, exiliado, extranjero en su propio país ahora tiene que vivir en la clandestinidad.
Pero la cita no obedece al mero deseo de verse y reconciliarse tras un largo periodo de separación. Enseguida nos damos cuenta de las verdaderas intenciones de Val: su deseo de venganza, para lo que ha organizado un secuestro en toda regla y a punta de pistola requiere de su hermano que reconozca su culpabilidad como colaborador con la limpieza étnica y haga una declaración solemne admitiendo todas las atrocidades cometidas durante la contienda, declaración que habrá de ser emitida por la radio nacional.
En un estilo rigurosamente realista, mediante mecanismos de enunciación que combinan diversos tiempos y la alternancia del diálogo con las interpelaciones directas al público/lector, los personajes llevan a cabo un verdadero ajuste de cuentas tanto en el plano político como en el personal/afectivo. La tupida maraña de un pasado común de errores, malentendidos, odio y violencia soterrada o explícita se va desenredando progresivamente para dejar al descubierto a dos seres humanos moralmente destruidos a quienes sólo salva el recuerdo de la madre y, al final, en un instante de lucidez, el reconocerse mutuamente como auténticas víctimas de ese pasado, porque como dice Piet en el último acto:
“Nuestros pasados respectivos se devoran entre ellos y pronto nos dejarán en la piel y en los huesos”.
Para entonces ya se ha hecho evidente ese rastro de rencores, odio e intolerancia que deja tras sí el contagio por el virus del discurso identitario, que comienza con la exaltación de la tierra, de la tribu, que sigue con la práctica diaria de la violencia simbólica desde la escuela y desde los medios para continuar con la satanización del otro, del diferente, con su muerte civil, y que termina en las atrocidades de una guerra fratricida, con sus secuelas de hambre, miseria, barbarie, destrucción y muerte degradando a los supervivientes y reduciéndolos a la categoría de bestias.
Ya en los comienzos de la obra hay una primera escaramuza en que sale a relucir esa llamada de “la tierra”:
Val.- (…) ¿Estaba yo en guerra?
Piet.- Tú no, el país.
Val.- ¿de qué país me hablas? (…) recuerdo un país con calles, escuelas, amigos…
Piet.- Una población, no una nación.
Val.- Una tierra.
Piet.- ¿Qué es una tierra, un parking?
Val.-¿Y una nación? Un cementerio.
Piet.- A veces ocurre que una nación se ve obligada a ir a la guerra…
Más adelante hay un pasaje particularmente esclarecedor para comprender las bases ideológicas del delirio nacionalista. Con un vago acento de arrepentimiento Piet enumera en una larga parrafada como llegó él mismo a ser habitado por esa “identidad prestada” (A. Finkielkraut) fabricada a base mistificaciones de la historia, a ese armazón ideológico de cartón piedra que sustenta la idea de una identidad cultural propia, de un volksgeist:
Piet.- Yo tenía entonces veintidós años (…) como todos los demás odiaba la guerra. La odiaba como el muro insoslayable contra el que se estrellaban todos mis sueños juveniles (…) Habían transcurrido diez años desde la muerte de mi padre. Había leído y releído las dos docenas de libros que componían su universo de referencia, transmitido de generación en generación. (…) antologías de cuentos y de leyendas, colecciones de poesías populares, cuentos, anales, historias de jefes guerreros …
Estos libros, cansados, carcomidos, polvorientos, mensajeros fragantes de épocas pretéritas, además de acunarme en la cultura agreste y guerrera de mis antepasados, ejercían en mí la prodigiosa fascinación de la palabra paterna. Me parecía que precisamente ahí se jugaba, en ese corpus ingenuo de cantos groseros y rimbombantes hagiografías todo lo que me unía a la cadena humana, me enraizaba, confirmaba mi propia existencia engarzándola en un linaje y me dotaba de una herencia de valores que me remitían al pueblo, a la naturaleza, al sacrificio …
¿Puede explicitarse mejor que en estos párrafos la llamada de la tribu?
Pero lo que resulta particularmente alarmante es lo vulnerables que podemos llegar a ser los seres humanos a la tentación totalitaria y lo propensos que somos a caer en la trampa de los discursos que, como digo, emponzoña a diario la mente y los corazones de muchos compatriotas, a veces por los motivos más inesperado o triviales, como Piet, que confiesa haberse dejado seducir por toda esa chatarra intelectual de los mitos fundacionales a raíz de un primer desengaño amoroso:
Continúa Piet.- (…) Dos años antes me enamoré de una estudiante que conocí en el primer día de facultad. (…) guapa alegre, distinguida, … Salimos durante más de un año antes de acostarnos juntos (…) el enamoramiento pronto se transforma en pasión. La pasión en furia amorosa. Y la furia en desesperación cuando me dejó plantado para … Su carta de ruptura me llegó el viernes. El sábado di contigo –dice a Val– mi último paseo. El domingo por la noche me uní a las filas tracias.
Val.- ¡Qué trivialidad!
Piet.- Pienso que muchas veces abrazamos grandes causas por motivos triviales.
En fin, voy a dejarlo aquí para que mi guía no entorpezca o condicione la lectura de la obra entera, haciendo mías las palabras de Val un poco antes de la conclusión de la pieza:
¿Quién soy yo en este preciso instante para afanarme en imponer mi diktat al desastre?
Me conformaría con haber sembrado un poco la curiosidad y el interés por ir a la fuente y bucear en sus páginas. Quizá estas horas de de soledad en el confinamiento, estas horas tenebrosas en que nuestra sensibilidad se agudiza y nos hacemos tantas preguntas no sea un mal momento para indagar, de la mano de Piet y de Val, acerca de la naturaleza de de ciertos comportamientos y actitudes errados que pueden acabar envenenado peligrosa e irreversiblemente nuestra convivencia.
NOTA. Todas las citas están extraídas de la traducción que hizo Fernando Gómez Grande para la edición de la ADE (Asociación de Directores de Escena) de 1995.
Gordon Craig, 29-IV-2020.