Angelus novus se articula como una distopía de tintes futuristas en la que se que fabula sobre una singular pandemia que azota a un país imaginario alcanzando a subvertir peligrosamente el orden social instaurado por una nueva clase dirigente, por los nuevos ayatollas de la política que se identifican a sí mismos como los “sanadores”, de cuerpos, pero sobre todo, me temo, de almas. Leída ahora, casi veinte años después de su primera redacción, con el cuerpo social sometido al tremendo impacto de la plaga del coronavirus y ante la situación de excepcionalidad que estamos viviendo como consecuencia de los sucesivos estados de alarma decretados por el gobierno para controlar el desarrollo de la pandemia de coronavirus, -y ahora, cada vez de manera más evidente como mecanismo de control social-, uno no puede por menos de atribuir a la obra un carácter extraña y paradójicamente profético.
Como la obra Sonámbulo (2003), inspirada en el poemario Sobre los ángeles, de Rafael Alberti, Angelus novus se inserta también en la rutilante estela de la imagen del ángel en la tradición cultural occidental. Mayorga no es insensible al notable poder de irradiación que sobre infinidad de creadores ha ejercido la figura del ángel, a la potente carga simbólica que portan esos etéreos y alados mensajeros de los dioses, esos mediadores entre el hombre y lo desconocido, que bajo las más variadas advocaciones e imágenes pueblan los versos de innumerables composiciones poéticas y los lienzos de infinidad de artistas plásticos mucho tiempo después de que la religión, en cuyo marco de referencia se inscribe la creencia en estos espíritus intangibles, hayan dejado de ocupar un lugar preeminente en el imaginario colectivo de nuestras sociedades “desarrolladas”.
El título nos remite a una antigua leyenda talmúdica, según la cual una legión de ángeles nuevos son creados a cada instante para renovar el séquito sagrado que entona alabanzas ante Dios. Como referente más inmediato, y en relación con esa persistencia de la figura del ángel en el mundo del arte que indicábamos arriba, cabe pensar en una de las muchas visiones de esa imagen que Paul Klee plasmó en sus lienzos a lo largo de los años, una pequeña acuarela que denominó precisamente así, Angelus novus, y cuya especial relevancia es inseparable del comentario sobre la misma que hizo Walter Benjamin en el fragmento IX de sus Tesis sobre filosofía de la historia: “A punto de alejarse de algo que le tiene pasmado, con los ojos desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas (…)” en este ángel descubre Benjamin al “ángel de la historia” y lo que mira son “las ruinas del pasado” mientras es arrastrado hacia el futuro por el viento huracanado del progreso.
Si nos atenemos a la marcada influencia que este filósofo ha ejercido sobre el pensamiento de Mayorga -en particular su filosofía de la historia, sobre la que nuestro dramaturgo escribió su tesis doctoral-, no parece arriesgado suponer que en ese visionario viaje hacia un lugar y tiempo indefinidos que lleva a cabo Mayorga en la obra que comentamos -un lugar y tiempo que se han tornado sorprendente y peligrosamente actuales con la explosión de la pandemia y su concomitante crisis de orden social y política-, hay un homenaje a la obra de Walter Benjamin, y que la mirada horrorizada del ángel hacia las ruinas del pasado -que tan bien simboliza la concepción benjaminiana de la historia como catástrofe-, ha estado presente en la escritura de la pieza como fecunda e iluminadora “imagen de meditación”.
Sobre este símbolo se construye una historia que tiene un cierto aroma mesiánico con la aparición, en medio de una sociedad devastada, de la figura de un Ángel portador de una “buena nueva”, un mensajero cuyas palabras parecen infundir en los elegidos que las escuchan lucidez para mirar la vida con ojos nuevos, claridad de juicio para desenmascarar la impostura de “unos hombres que se han disfrazado de dioses” y valor para enfrentarse al miedo generado por la violencia de quienes quieren imponer sus puntos de vista y su ideología caduca: “Es una orden vieja, de los años del miedo -le dice la Niña al Guardián en la escena 19- Muy pronto habrá paz con el ángel. Son legión”. Pero también transmite sosiego y gratitud, como en el caso de María, una de las primeras contagiadas, que interrogada por Sartori, no siente miedo ni angustia: “No me hizo daño. Me trató bien. Nadie me había tratado así antes”; o de la conductora de autobús: “Es lo mejor que me ha ocurrido en veinte años haciendo la línea”.
Y es este mensaje de esperanza y reconciliación el que parece tener un carácter subversivo e inquietar a los dirigentes de esa nueva casta de médicos-chamanes que amparados en la infalibilidad de la ciencia (esa nueva religión) gobiernan la ciudad:
BORKENAU.– (A Sartori): Si crees que es un pobre loco no podrás vencerlo. Sólo lo vencerás si comprendes cuánto daño puede hacernos. (…) Sabes tanto como yo sobre el bien y el mal. Él les anuncia un mundo distinto y ellos le creen. Está desafiando a la ciudad. Mientras esté en la calle, la ciudad está en peligro.
Borkenau, en cuyo Archivo (“Big data” o “Gran Hermano” orwelliano) almacena la información necesaria de los ciudadanos para someterlos a su control, percibe la amenaza del Ángel e intenta descubrir a toda costa cuál pueda ser ese mensaje, el contenido y los términos en los que está formulado. Así presenta Sartori a Borkenau, al final de la escena 8, el resultado, decepcionante, de sus pesquisas:
SARTORI.- Siempre llego tarde. No tengo una huella suya. No encuentro un patrón: la gente que elige, los lugares en que actúa, (…) todos aseguran que él, o ella, o lo que sea, les habló Pero ninguno es capaz de repetir las palabras que escuchó ni de decir en qué idioma fueron pronunciadas. En tres casos, los infectados aseguran que no hubo contacto físico. ¿Una enfermedad que se transmite por la palabra? ¿Palabra que infecta?
Y en esta revelación hallamos, creo yo una de las claves de la pieza: ese extraño contagio se produce por la palabra. Lo que nos sitúa, de nuevo, ante una de las constantes temáticas que atraviesan toda la producción del dramaturgo: su preocupación por el lenguaje, por lo que hacemos con las palabras y por lo que las palabras pueden llegar a hacer con nosotros (véase a este respecto El crítico, por ejemplo, cuando Scarpa (el autor) expresa las consecuencias que tuvieron para él las críticas de Volodia (el crítico teatral); o Cartas de amor a Stalin a en la que Vulgakova le espeta a su marido, el escritor Mijail Bulgakov: .: “Las palabras producen efectos sobre la gente. Tú lo sabes mejor que nadie, eres escritor”. Y podrían citarse muchos más pasajes que evidencian esa preocupación por el lenguaje a la que aludimos) Y es que en efecto, las palabras consuelan, unen, iluminan la realidad, la hacen visible; pero también manipulan, enmascaran, engañan, segregan, marginan.
Con lo que la pieza que comentamos, sin dejar de ser una meditación de hondo calado sobre las perversiones en el uso que hacemos del lenguaje y la escritura nos retrotrae a la más rabiosa actualidad sociopolítica, donde la situación de excepcionalidad a que nos ha conducido la pandemia del Covid-19, bien que de naturaleza radicalmente distinta a la de la obra, nos está abocando a una situación de crispación extrema en la que desde las páginas de los periódicos a las tertulias televisivas, desde Twitter a la tribuna de oradores del Congreso se desvirtúa y se pervierte a diario el valor de las palabras con usos que alternan la invectiva, el mantra, la consigna o el lugar común, con la manipulación, el infundio o la mentira pura y dura, haciéndose un uso de las palabras que – como escribía estos días Karina Sainz Borgo en Voz Pópuli -, “activan la lógica de los bandos y los resentimientos y convierten la convivencia en un combate”.
La mayor parte de los personajes tienen un eminente carácter simbólico, empezando por el Ángel (para algunos “ángel custodio”, para otros, quizá “ángel terrible” como los ángeles de Rilke) y siguiendo por María, la primera mujer que experimenta los síntomas de la pandemia tras haber yacido con él y cuya peripecia nos recuerda el episodio neotestamentario de la Anunciación. Pero también el Guardián, que ha adquirido, probablemente por herencia, el privilegio de pertenecer a una cierta clase de adeptos, fieles guardianes de la ortodoxia, destacado estratégicamente en la frontera de la ciudad, como parte de un férreo sistema de vigilancia y control propio de un estado totalitario, para evitar que se filtren agentes hostiles. Y lo mismo puede decirse de los funcionarios médicos-investigadores que persiguen a los infectados (los “manchados”, en la jerga popular) que evocan lejanamente a la temible policía del pensamiento del 1984 orwelliano.
El lugar y tiempo de la acción son indeterminados como conviene al carácter de parábola intemporal de la obra. El topos genérico es “la ciudad”, microcosmos de la vida social, con sus colegios, sus bloques de viviendas, sus parque públicos de herrumbrosos columpios, sus líneas de autobús, sus problemas cotidianos de familias desvertebradas, la fauna urbana de transeúntes, emigrantes, mendigos, … Y como ya se ha sugerido arriba, hay también un exterior a la misma delimitado por un “limes”, una frontera, protegida por guardianes, donde se exilian los marginados, los contaminados por la enfermedad, y desde donde surgirá, para contrarrestar la debilidad y la inoperancia de las autoridades y restablecer el orden, un chusco levantamiento militar comandado por un esperpéntico general Hank, émulo del valleinclanesco Friolera. Vestigio de un pasado glorioso que se resiste a olvidar, curtido en mil batallas y ciego, por más señas, pareciera querer enfrentarse el solo, auxiliado por un inexperto ayudante de campo y por una jauría de perros, a la revuelta de traidores que quieren acabar con la patria. Con su comportamiento violento y atrabiliario, su retórica hueca y altisonante y sus soflamas instigando a la lucha a sus menguados correligionarios (“¡La patria nos está mirando!” (…) “Ninguna frontera se ha sostenidos sin sangre”) simboliza la barbarie de la guerra, como un último y amenazador horizonte, como postrer asidero al que agarrarse para defender las esencias de la tribu.
Con todo, quizá no sea este general trasnochado, ahíto de ardor guerrero y de nostalgia de tiempos pretéritos, ni Borkenau, con su desmesurada ansia de poder; ni siquiera Sartori, segundo en el organigrama de ese delirante experimento político erigido sobre la premisa del control social absoluto, orwelliano, de la población que al final de la pieza se inmola prendiéndose fuego con todos los documentos del Archivo, quizá no sean ellos, digo los elementos más peligrosos de esta fábula, sino el personaje denominado El Guardián, fiado en su deber de cumplir las órdenes recibidas, -la obediencia ciega que invocaban en su defensa los carniceros nazis de los campos de exterminio-, entregado a esa sacrosanta misión con la fe del carbonero, pues en estos tiempos de angustia e incertidumbre, como escribía Gabriel Albiac en un artículo reciente. “fabricar creyentes es hoy una manufactura muy barata para quien manda en los televisores. Y en el estado de alarma”.
En fin, una enigmática y un punto kafkiana parábola social y política, abierta a múltiples interpretaciones cuyas preguntas y sobreentendidos interpelan directamente a nuestra conciencia crítica. Su sentido último quizá se resiste a ser objetivado pero su lectura cuidadosa y atenta deviene casi una exigencia ética en medio de la situación de excepcionalidad que estamos viviendo y de cuya imagen la obra no deja de ser un fiel, inquietante y amenazador reflejo.
Gordon Craig, 7 de junio de 2020
NOTA. Todas las citas están extraídas de la versión de Angelus novus incluida en la antología: Juan Mayorga. Teatro 1989- 2014. Editorial la Uña Rota, Segovia, 2014.