lunes , 25 noviembre 2024

“El embrujado”, de  Ramón María del Valle-Inclán

<< Codicia, superstición y pulsiones atávicas >>

 Decía Shlovsky que el propósito del arte es transformar la percepción del receptor y guiarla de lo práctico a lo artístico, extrayéndola así de las asociaciones cotidianas. Es la noción de “extrañamiento” que los formalistas rusos pusieron en circulación para explicar el funcionamiento de los textos literarios. Entre los escritores de la modernidad en España acaso sea Valle-Inclán quien llega más lejos en este propósito y quien carga sus textos con un mayor potencial de desrrealización o de extrañamiento en un proceso continuo de investigación formal que arranca con la rigurosa estilización y refinamiento estético de su elegante prosa modernista (una literatura poseída por “el complejo de las princesas” diría Pedro Salinas) y culmina con la deformación grotesca del esperpento.

A medio camino se halla -junto a Divinas palabras y la monumental trilogía de las Comedias bárbaras-, la obra que comentamos, El embrujado, de 1913, una historia, truculenta y cruel centrada en el enfrentamiento de el rico terrateniente Don Pedro Bolaño y la enigmática y codiciosa Rosa Galana que quiere despojarle de parte de su hacienda. Su perverso plan consiste en engañar a don Pedro presentándole como su nieto a un niño, fruto, supuestamente de sus relaciones con Miguel, único vástago de don Pedro cuando en realidad, el niño es hijo de Anxelo, un paisano que ha mantenido con la Galana relaciones adúlteras, y que bajo su influjo maligno ha dado muerte precisamente a Miguel.

Encuadrada dentro del Retablo de la lujuria, la avaricia y la muerte, comparte esta obra, mediante complejos mecanismos de intertextualidad, elementos temáticos, argumentales, estilísticos y de ambientación con las obras citadas, compartiendo, por tanto, con ellas, un mismo objetivo de fraguar un universo poético nuevo en el que el lenguaje se haya desembarazado de los tópicos, clichés y rémoras del pasado que le imposibilitan para hacer una verdadera crítica al sistema de valores imperante en la España finisecular.

Ese propósito ingente, hercúleo, de refundación del lenguaje en diálogo con la tradición para superarla, subvirtiendo los patrones estéticos establecidos o degradando imágenes consagradas mediante la parodia inclemente o la acentuación de lo grotesco, se convierte en Valle en una verdadera labor de deconstrucción y resignificación de los códigos lingüísticos. El resultado es una prosa estetizante y acrisolada que esconde un inigualable potencial dramático y cuyos destellos y reverberaciones inducen a trascender la Galicia profunda, rural, evocada en los diálogos y acotaciones y elevarla a la categoría de espacio mítico y legendario.

Desde ese punto de vista nos parece acertado el sesgo de corte expresionista, solanesco, que imprime Lino Ferreira, el director del montaje, al trabajo de los actores y a la ambientación en su conjunto, un espacio casi ayuno de elementos escenográficos que descarga sobre la luz, el sonido y el movimiento escénico la responsabilidad de la creación de esa rara atmósfera de misterio que rodea la acción.

Y cabe resaltar, como digo, la presencia física de los actores que parecen emerger de las brumas del bosque como una verdadera emanación de la naturaleza reproduciendo los sonidos de los animales que pueblan la fronda, los terrores que ampara la noche o convocados a participar en oscuros rituales ancestrales. De esa masa indiferenciada que Lidia Otón moldea en complicadas formaciones corales de fuerte contenido simbólico, se van desgajando progresivamente, parejas, tríos, conjuntos variables de actores que participan en la acción: es la fauna autóctona de coimas, tullidos, mendigos de iglesia, como el ciego de Gondar, que pueblan las aldeas perdidas sumidas en la miseria o buscan limosna en la casa señorial de don Pedro Bolaño, o truhanes como el Pajarito que deambulan por los caminos o que echan su cuarto a espadas en las romerías.

Y aunque hay protagonistas en esta historia de codicia, de superstición y de pulsiones atávicas que terminan con la muerte de un inocente, me reitero en mi apreciación primera de que lo más destacable se encuentra en el trabajo de conjunto. Durante el primer acto el elenco mantiene el pabellón alto en la resolución de escenas concretas, con la carnalidad a flor de piel de unos cuerpos envueltos en andrajos, miradas lúbricas y ademanes obscenos. La escena de las coplas del ciego de Gondar relatando la muerte de Miguel y los infundios acerca de su posible descendencia es una saturnal; y no tienen menor ímpetu la irrupción violenta del criado Malvín “tinto de mosto” encarándose con el maledicente o el primer vis a vis de la Galana con don Pedro a cuenta de “su nieto”. Luego va decayendo el empuje primero y tengo para mí que las escenas de más tensión dramática de lo que resta de la obra, salvo ocasionalmente no alcanzan su verdadero punto de ebullición.

Un más que meritorio trabajo, no obstante, para un texto cuyo virtuosismo, multiplicidad de tonos y registros, plétora de léxico rural arcaico, compleja imaginería de simbolismo natural y rigurosa estilización no simplifica las cosas. Constituye en todo caso un disfrute para los sentidos y, como los buenos vinos, mejorará con el tiempo.

Gordon Craig.

8-X-2017.

Ficha técnico artística:

Autor: Ramón María del Valle-Inclán.

Iluminación: Pedro Yagüe.

Trabajo de coro: Lidia Otón.

Espacio sonoro: Javier Almela.

Con: Luna del Egido, Teresa Donaire, Daniel Gallardo, Esperanza García, Marina García, Ángel Gotor, Sara Velasco, Rachel Mastin, Enrique Meléndez, Raquel Molano, Luis Miguel Molina, Alberto Novillo, Celia Pérez y Paula Vera.

Espacio escénico y Dirección: Lino Ferreira

Alcalá de Henares. Corral de Comedias. 21 de enero de 2017.

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