Los actuales planteamientos de la economía mundial y las actuaciones de bastantes políticos están provocando gravísimas y escandalosas desigualdades entre los seres humanos en muchos países de la Tierra. Si nos fijamos, no resulta difícil constatar que una minoría social está condenando a la mayor parte de la humanidad a morir de hambre o a experimentar injustas situaciones de pobreza, marginación y desesperación.
Como consecuencia de la miseria, de las guerras, de la persecución religiosa y del sufrimiento acumulado, muchos hermanos se ven forzados a emigrar a otros países o continentes, esperando encontrar un futuro mejor para ellos y para sus familias. En ocasiones, estos viajes, sorteando dificultades, asumiendo sacrificios y dejando atrás la propia tierra, terminan con la muerte en el desierto o en las travesías marinas.
Ante el clamor y el sufrimiento acumulado de tantas personas que llegan cada día a nuestras fronteras en busca de alimentos y de un puesto de trabajo, no podemos acostumbrarnos ni quedarnos indiferentes. Desde una actitud ética, sustentada en la defensa de los derechos humanos, en el horizonte de la fraternidad universal y en el derecho internacional, hemos de estremecernos y comprometernos a que el amor de Dios llegue a todos los hombres y transforme a todo el hombre.
Como nos recuerda el papa Francisco, la contemplación de tanta miseria y marginación, así como la madurez de nuestra fe, tiene que ayudarnos a salir de nosotros mismos y a superar nuestros planteamientos egoístas e interesados para correr el riesgo “del encuentro con el rostro del otro, con sus dolores y reclamos. La fe en Jesucristo, hecho carne, es inseparable del don de sí, de la pertenencia a la comunidad, del servicio. El Hijo de Dios se encarnó y nos invitó a la renovación de la ternura” (EG 88).
La celebración de la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, cuyo lema nos pide construir “un nosotros cada vez más grande”, tiene que impulsarnos a superar el individualismo y a salir de un “nosotros” pequeño, construido por intereses políticos y económicos, para avanzar hacía el nosotros soñado por Dios, compartiendo con todos los seres humanos, especialmente con los pobres, emigrantes y refugiados, la misma dignidad que Él nos concede y construyendo con ellos la fraternidad universal. Este planteamiento que muchas personas rechazan es fácil de entender por las personas de buena voluntad y por quienes rezamos cada día el padrenuestro. Esta oración, salida de los labios de Jesús cuando los discípulos le piden que les enseñe a orar, nos recuerda que hemos de vivir y actuar siempre como hijos de un mismo Padre para construir la fraternidad universal pues, como nos enseña este tiempo de pandemia, todos vamos en el mismo barco y nos necesitamos unos a otros para afrontar las dificultades del camino.
Con mi sincero afecto y bendición, feliz día del Señor.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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