domingo , 24 noviembre 2024

‘El Golem’, de Juan Mayorga: «… Y proseguiremos el camino que conduce a la conciencia”

Dice María Zambrano que el hombre tiene el privilegio de tener antepasados. “Estar insertos en una tradición cultural tan rica -escribe-, es tener detrás de la vida individual de cada uno de nosotros un tesoro a veces anónimo, a veces con nombre y figura. Es poder recordar, rememorar. Poder también, en un trance difícil, aclarar en su espejo nuestra angustia e incertidumbre.”

Esta tendencia a buscar en el pasado modelos en los que mirarnos, revisitar mitos y leyendas fundacionales que desde tiempo inmemorial han dado forma a nuestra visión del mundo, han confortado nuestro ánimo en momentos de aflicción y han alimentado nuestros temores, angustias y pesadillas es consustancial al teatro de Mayorga, y esta obra que comentamos no es una excepción. Como ya lo hiciera en su enigmática Angelus Novus, ahora el autor vuelve los ojos de nuevo a la tradición talmúdica, en esta ocasión a la antiquísima leyenda folclórica del Golem, el hombre de barro que cobra vida propia cuando se le susurra al oído el ensalmo apropiado y que, andando el tiempo, adquiere suficiente autonomía para obrar por su cuenta hasta convertirse en una especie de guía y mentor espiritual. Un gigante de barro que, al parecer, sólo vuelve cuando el pueblo “al que oprimen crueles tiranos” lo necesita, para deshacerse de él una vez que ha pasado el peligro. Y tal parece ser el destino ineluctable de Felicia, la heroína de la obra que nos ocupa.

He citado, y no en vano, Angelus Novus, porque mantiene con la obra que comentamos marcadas semejanzas desde el punto de vista formal y de contenido. Ambas constituyen una honda reflexión sobre el poder del lenguaje, sobre lo que podemos hacer con las palabras y sobre lo que las palabras pueden llegar a hacer con nosotros. Ambas obras tienen un cierto halo de distopía futurista, e instauran un clima de incertidumbre y de misterio que coadyuva a sacar al espectador de su zona de confort obligándole a enfrentarse a una situación en principio inexplicable, con una lógica de discurso propia que rompe los esquemas preconcebidos de interpretación. Allí, en Angelus Novus, se fabulaba sobre una singular pandemia que azota un país imaginario, una pandemia en la que el agente infeccioso, por así decirlo, son las palabras, que susurradas al oído de los ciudadanos por una suerte de ángel benéfico provocan cambios profundos en el comportamiento y amenazan con subvertir peligrosamente el orden social instaurado por la clase dirigente. Aquí, aún dentro de una cierta indefinición, la acción transcurre en un espacio y un tiempo que se parece mucho a nuestro presente, y por lo que deducimos de algunas referencias de los personajes estamos en un momento crítico, al borde del estallido social.

El lugar de la acción es un hospital en el que está internado Ismael, aquejado de una rara enfermedad. Una dolencia que “está en su cabeza”, en palabras de Salinas, la cuidadora (intermediaria entre doctora y paciente) que da cuenta a Felicia del curso de la enfermedad de Ismael. Con el sistema de salud pública a punto de colapsar la dirección del centro está enviando enfermos a casa y a Ismael, que lleva largo tiempo internado, están a punto de echarlo también. Y ahí es donde comienza la acción. A Felicia, que está malviviendo en las inmediaciones del hospital para poder visitar a su marido todos los días, le hacen una extraña proposición: le garantizan que Ismael seguirá recibiendo tratamiento hasta su curación definitiva si ella se compromete a memorizar un texto ajeno cuya autoría se mantiene en secreto.

Tras las primeras dudas y vacilaciones ante tan pintoresca como extraña proposición Felicia termina por acceder a las pretensiones de Salinas, porque por encima de su desconfianza está el amor que profesa a su marido y el deseo de que se culmine su recuperación y poder volver con él a casa y a la normalidad. Pronto asistiremos -y ahí está quizá la más importante idea fuerza de la pieza- a la transformación que opera en la persona de Felicia el contacto continuado con las palabras de ese texto que está memorizando. Primero en detalles minúsculos de sus intereses más cotidianos o de sus modales y de la manera en que trata a su marido y a su mentora/traductora, Salinas, una enigmática figura que parece encarnar el alma de la institución; luego a medida que avanza la obra la transformación se hace más y más perceptible llegando a afectar a las capas más profundas de su psique y de su personalidad. Sus afectos, sus emociones, … incluso sus recuerdos, sus terrores y sus sueños son alterados profundamente hasta verse a sí misma como una extraña y resultar irreconocible a ojos de su propio marido con el que hasta ahora había mantenido una entrañable relación de pareja.

Y parece como si toda la obra fuera como una preparación, una meticulosa y pormenorizada preparación para el extraordinario monólogo final en el que Felicia ya está poseída por el verbo, dispuesta a arrebatar a la audiencia por la magia de las palabras. Y aquí cobra especial relevancia el trabajo actoral, portentoso de Vicky Luengo (Felicia) que como en los personajes de las pinturas religiosas del Greco parece trasfigurada por un halo de santidad. Estamos en la escena final. Su metamorfosis se ha consumado y tras la inequívoca constatación de su alteridad (–“No sé quién eres”- se dice a sí misma- “No sabes quién soy porque yo ya no estoy aquí y tú no estás aquí todavía pero el camino a este lugar sólo lo concemos tú y yo. No sabes quién soy, pero sabes de mi cosas que yo olvidé o nunca supe …”), acercándose al proscenio, mientras las luces de la sala se encienden para sacar al público de su cómodo anonimato, pausada, solemne y serena procede a decirnos su verdad, a ofrecernos su testimonio en un discurso emocionado y vibrante que por momentos adquiere un inquietante carácter mesiánico: “(…) Lo que he visto es ira y esperanza. No soy un profeta, pero sé que nuestra primera tarea será soportar la visión de lo que va a suceder. No hay una guerra más cruel que la civil, en que cada bando niega la humanidad del enemigo. Ojalá fuese posible evitarla, pero los tiranos son más crueles que nunca, y mayor que nunca nuestra desesperación. (…) Frente a nosotros se levanta un orden que se sostiene sobre el dolor humano y que trata la pregunta como delito, el pensamiento como crimen (…) Nos perseguirán, pero no tenemos nada que temer, ya hemos pasado el tiempo de la prueba. Estamos dispuestos a morir solos. Convertiremos nuestras prisiones en refugios y en ellas proseguiremos el camino que conduce a la conciencia.” Todo un aldabonazo a nuestras conciencias dormidas, que escuchado en el recogimiento de la sala mientras -¡Oh caprichosa ironía del destino-, en la frontera este de Europa las bombas de Putin siembran de muerte y destrucción las principales ciudades de Ucrania, matando indiscriminadamente hombres mujeres y niños y provocando un éxodo de refugiados que tratan de escapar del infierno, un testimonio, digo, que a la luz de esta aciaga y horrorosa circunstancia adquiere un poderoso efecto multiplicador.

Cabe remarcar, en fin, la labor de dirección, escenografía y espacio sonoro en la creación de esa atmósfera opresiva y claustrofóbica que impregna la escena, de clara filiación kafkiana. Se trata de un espacio frío y desangelado, de oscuros habitáculos y tortuosos y angostos corredores modulado por el desplazamiento de bastidores móviles que nos recuerda los espacios laberínticos de Kadaré o los sótanos de la institución en la que permanecen recluidos los protagonistas de La fundación, de Buero Vallejo. Pero incluso en esa atmósfera como de misterio, de amenaza indefinida y difusa que se cierne sobre los personajes: la rara enfermedad de Ismael, la extrañeza de la proposición, el secretismo sobre el origen del texto que Felicia tiene que memorizar o la enigmática y distante figura de Salinas (Elena González) cuyo rol último no queda definitivamente aclarado, pese a todo, y merced a un espléndido trabajo de actuación, los personajes y el espectáculo en su conjunto destilan una inusual sensación de verdad, de familiaridad; nos resulta fácil conectar con la ansiedad, la angustia y la incertidumbre de Felicia, con la cordialidad, la deferencia y la ternura con la que trata a Ismael (Elías González) o empatizar con la dificultad de éste para encontrar las palabras, con su torpeza para articular un discurso coherente, con la ciega confianza que deposita en Felicia, luz en su oscuridad, y experimentar como propios su vulnerabilidad y su desamparo.

Gordon Craig, 15-III -2022.

Ficha técnico artística:

Autor: Juan Mayorga.

Con: Elena González, Elías González y Vicky Luengo.

Escenografía y vestuario: Alejandro Andújar.

Iluminación: Pedro Yagüe.

Música: Fernando Velázquez.

Dirección: Alfredo Sanzol.

Madrid, Teatro María Guerrero. Hasta el 17 de abril.

Acerca de Gordon Craig

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