El día de Pentecostés la Iglesia celebra sacramentalmente el gran acontecimiento que tuvo lugar en Jerusalén, cincuenta días después de la Pascua: el envío del Espíritu Santo sobre los apóstoles y los primeros discípulos del Resucitado. Para definir esta venida, la palabra de Dios nos habla de un “viento impetuoso” y de unas “llamaradas de fuego” que descienden sobre los reunidos en el cenáculo. Con ello se nos dice que el Espíritu Santo penetra y transforma la mente y el corazón de quienes lo acogen.
Como consecuencia de esta presencia y acción del Espíritu, los primeros cristianos salen de sí mismos, vencen el miedo, superan las dificultades y comienzan a recorrer el mundo anunciando la resurrección de Jesucristo y celebrando su presencia salvadora con acciones y palabras que todos entienden. El mismo y único Espíritu derrama el amor de Dios en el corazón de los creyentes, les ayuda a asumir las persecuciones por el Evangelio, fortalece la comunión entre ellos y les impulsa a vivir la misión con alegría.
En virtud del sacramento del bautismo, todos los cristianos recibimos el don del Espíritu Santo para salir en misión hasta los confines de la tierra, viviendo la fraternidad, asumiendo la comunión y caminando juntos para dar testimonio de nuestra condición de hijos de Dios. Teniendo en cuenta que otro modo de ser Iglesia no solo es posible, sino necesario, deberíamos preguntarnos con frecuencia hacia dónde quiere llevarnos el Espíritu Santo en este momento de la Iglesia y del mundo.
Al asumir el mandato misionero del Señor a todos los bautizados, la Iglesia celebra también en Pentecostés el día de la Acción Católica y del Apostolado Seglar, destacando de este modo el papel insustituible que tienen los cristianos laicos en la misión evangelizadora. Presbíteros, miembros de la vida consagrada y fieles laicos somos llamados y enviados por el Señor al mundo para mostrar el rostro de una Iglesia sinodal.
La celebración del Sínodo de los Obispos y del Sínodo Diocesano hemos de verla como la prolongación en el tiempo del modo de vivir y actuar de los primeros cristianos. Esto quiere decir que todos hemos de reconocer y valorar la misión insustituible de cada bautizado en la evangelización del mundo, evitando así caer en el clericalismo, afrontando la indiferencia religiosa y superando las divisiones. Para ello, hemos de favorecer el diálogo, la escucha y el acompañamiento, acogiendo con paz el testimonio de aquellos hermanos que no piensan como nosotros o viven alejados de la Iglesia.
Como les recordaba el papa Francisco a los fieles de la Iglesia de Roma, el pasado 18 de septiembre, no podemos olvidar nunca que el Espíritu Santo quiere contar con cada uno de nosotros para evangelizar y para impulsar la sinodalidad: “He venido aquí para animaros a tomar en serio este proceso sinodal y para deciros que el Espíritu Santo os necesita. Es verdad: el Espíritu Santo nos necesita. Escuchadlo, escuchándoos a vosotros mismos. No dejéis a nadie fuera o detrás”.
Con mi sincero afecto y bendición, feliz celebración de Pentecostés.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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