La experiencia nos dice que una madre no cesa nunca de amar a su hijo, aunque este le provoque disgustos y sufrimientos con sus actitudes y comportamientos. Cada día sale a su encuentro para ofrecerle su perdón y para acogerlo en su casa, porque el amor de la madre es un amor compasivo y misericordioso. Este amor está siempre por encima del dolor y de los sufrimientos que el hijo pueda provocarle con su conducta.
A pesar de que el hijo se haya alejado de casa o se haya dejado arrastrar por las ideologías del momento, la intensidad del amor de la madre nunca disminuye. Podrá llegar a derramar lágrimas de dolor por la conducta irresponsable o por las ingratitudes de su hijo, pero siempre permanecerá a la espera de que éste reflexione y cambie en su modo de pensar y actuar.
Pues bien, si este es el amor de una madre, podemos imaginarnos hasta dónde llega el amor de Dios hacia cada uno de nosotros sus hijos. Como nos dice la parábola del padre misericordioso, Dios sale cada día a nuestro encuentro para acogernos nuevamente en su casa, para abrazarnos como hijos queridos y para invitarnos a la fiesta del perdón. A pesar de nuestros pecados e ingratitudes, él es fiel y cumple siempre su palabra.
Dios, que es amor, como nos enseña el evangelista san Juan, para mostrarnos su amor incondicional, ha querido hacerse presente en medio de nosotros por medio de u hijo Jesucristo. A pesar de nuestros pecados y de nuestras infidelidades, el padre no se reservó a su propio hijo, sino que lo entregó a la muerte y muerte de cruz para liberarnos de nuestros pecados y para hacernos partícipes de su vida eterna.
Después de su ascensión al cielo, Jesucristo continúa mostrándonos y ofreciéndonos el amor incondicional del Padre en su palabra, en los sacramentos y en el rostro dolorido y sufriente de tantos hermanos necesitados de amor, de consuelo y de ayuda. Este amor de Dios, que es derramado en nuestros corazones por la acción del Espíritu Santo, necesitamos pedirlo, acogerlo y renovarlo cada día.
Solamente cuando dejamos que el amor de Dios penetre y transforme nuestra mente y nuestro corazón, podremos mostrar su rostro misericordioso a nuestros semejantes, ofreciéndoles nuestra ayuda y asumiendo sus debilidades y flaquezas. Como nos recuerda Santa Teresa de Lisieux: “La caridad perfecta consiste en soportar los defectos de los demás, en no escandalizarse de sus debilidades”. Con mi sincero afecto y bendición, feliz día del Señor
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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