Se enmarca la obra que comentamos en el periodo de máximo desarrollo de la tragedia ática. Sófocles está tratando de dar forma a una obra dramática en la que los personajes se liberen de esa trabazón que los vincula ineluctablemente con el orden divino del mundo, que los haga más dependientes de su propia voluntad y de sus decisiones personales. Inspirados, no obstante, como están, en los personajes de la epopeya homérica conservan todavía una fuerte impronta heroico-mítica en la que tienen un papel no desdeñable las deidades del Olimpo.
En particular, la trama de Electra se articula en torno a una oscura maldición que se cierne sobre la familia a raíz de un viejo contencioso de su padre Agamenón con la diosa Artemisa. Al parecer Agamenón había matado un ciervo consagrado a la diosa y esta, en venganza, decretó una persistente calma que impide que se haga a la mar la flota griega destinada a llevar las tropas del rey a Troya. Consultados los oráculos hallaron que para aplacar la ira de la diosa era necesario sacrificar a la hija menor de Agamenón, Ifigenia, hermana de Electra, lo que desata la cadena de sucesos luctuosos que la obra desarrolla. Clitemnestra, la madre, con ayuda de Egisto, primo del rey y usurpador del trono y del tálamo nupcial, mata a Agamenón cuando este regresa a Micenas y a su vez, Orestes, hermano pequeño de Electra, dará muerte a su madre y al usurpador para vengar el asesinato de su padre.
Una densa atmósfera mítico-legendaria impregna, como vemos, la acción y un odio fratricida, una insaciable sed de venganza y un profundo aliento trágico inscrito en el pecho de los personajes por las leyes de la sangre y por el designio de los dioses parecen presagiar un espectáculo truculento y cruel, o al menos, un tono solemne y grandilocuente en las réplicas y en las intervenciones del coro, un ademán grave, adusto y un gesto altivo en los protagonistas, como corresponde a su rango y alcurnia con ocasionales e incontenibles explosiones de cólera, llanto o conmiseración acordes con las desdichas y penalidades que les afligen.
Pues bien, contra todo pronóstico, Fernanda Orazi nos ofrece en su lugar, un inocente y cándido relato de buenos y malos, mediante la aplicación estricta de la ironía y la parodia a las diversas peripecias en que se ven envueltos los personajes en una brillante y atrevida pirueta estilística, chocante al principio, en la entrega del personaje y en las primeras situaciones de conflicto, pero cuya efectividad resulta innegable merced a la coherencia extrema con la que este planteamiento se mantiene a lo largo de todo el espectáculo.
Es proverbial, en relación a los esperpentos de Valle-Inclán, hablar de de una intencionada deformación grotesca de la realidad; Fernanda Orazi hace lo propio con la obra que comentamos, esta vez sometiendo todos los elementos de la puesta en escena incluyendo vestuario, porte y actitudes y comportamiento de los personajes a un riguroso proceso de estilización de corte minimalista y naif, que hace que se comporten casi como niños de un parvulario, con lo que se establece un permanente y fructífero juego de contrastes entre la gravedad y el dramatismo de las situaciones que viven y la forma, casi pueril, ingenua en que se enfrentan a ellas. Vemos a un Orestes en pantalón corto, aniñado, irresoluto y autosuficiente escuchándose a sí mismo con delectación narcisista mientras relata sus cuitas o reconviene a su madre y hermana por la excesiva violencia con la que dirimen sus querellas; a una Clitemnestra inmadura, permanentemente ofendida por los reproches filiales intentando buscar la comprensión y el apoyo del público. Respecto a Electra, parece una niña bien con su atuendo de Zara y recién salida de la peluquería, una niña consentida para quien la muerte del padre representa una mera contrariedad, no más grave que la cancelación de una cita con su psicoanalista y cuyos gritos impostados y su aflicción, como los de Cliemnestra, están dibujados a la medida de estos liliputienses en que Orazi ha convertido a los héroes de la tragedia.
Pese a ese sesgo pueril, cretinoide, casi, que destilan los protagonistas de la pieza, y jugando, -certeramente, me atrevo a decir-, con la suposición de que los espectadores conocen bien el texto original -si es que no lo han releído para la ocasión-, tras esa versión llena de huecos y omisiones, la directora se las ingenia para que aflore por vía de la alusión el contenido esencial de la obra y para que se desarrolle plenamente su capacidad de interpelar a un espectador actual sobre las diversas formas de violencia en que se manifiesta el instinto de dominación en el seno de la familia. Entre tanto -o sería mejor decir además-, disfrutamos de una magistral lección de interpretación, un juego de complejos equilibrios para mantener activado y sin desvirtuarlo en ningún momento el trasfondo trágico de cada una de las escenas: el permanente estado de postración de Electra, el odio creciente hacia su madre, su indignación ante la indiferencia y pasividad de Crisótemis o los terrores del sueño de Clitemnestra, por poner sólo algunos ejemplos. Cabría hablar de una suerte de “reteatralización” que se pone de manifiesto en la desgarradora escena en que Electra recibe como un impacto la noticia de la muerte de su hermano, o en el parsimonioso y pormenorizado relato del pedagogo para dar cuenta de las hazañas de Orestes en los juegos Píticos y de su supuesta muerte arrastrado por la cuadriga que conducía. Un recurso escénico que llega al virtuosismo en un momento crucial para el desarrollo de la acción, el momento clave de la anagnórisis, una escena que se alarga casi indefinidamente retrasando el reconocimiento de los hermanos y que culmina en un episodio de prestidigitación, donde este niño grande que es Orestes, hace desaparecer ante el asombro de su hermana la urna funeraria que supuestamente contiene sus cenizas para terminar dándose a conocer ante la sorpresa y el alborozo de la joven y el no menor asombro y contrariedad de Clitemnestra.
Una puesta en escena, en fin, arriesgada e inteligente no apta para puristas, un delicioso juego teatral que, me atrevo a sospechar, lleva implícita en su propia opción estética una crítica subliminal a ese incipiente proceso de infantilización de la sociedad perceptible ya en algunos ámbitos de influencia de los medios de comunicación y las redes sociales, del sistema educativo o de múltiples instancias gubernamentales.
Gordon Craig. 16-I-2023.
Ficha técnico artística:
Autor: Sófocles. Versión de Fernanda Orazi a partir de la traducción de José Velasco y García
Con: Carmen Angulo, Javier Ballesteros, Leticia Etala y Juan Paños
Iluminación: David Picazo
Música original y espacio sonoro: Javier Ntaca
Dirección: Fernanda Orazi
Madrid, Teatro de la Abadía. Hasta el 22 de enero de 2023