Un año más, los miembros de Manos Unidas, organización de la Iglesia católica, llaman a las puertas de nuestro corazón para recordarnos que en todos los países del mundo existen millones de hermanos que mueren a causa del hambre y que reclaman nuestra colaboración para que les ayudemos a superar sus muchas necesidades.
Las causas del hambre y de la pobreza, con frecuencia, son imprevisibles y no dependen de nosotros. Además de las guerras, de la emigración forzada, del cambio climático y de las deficiencias culturales, se producen acciones políticas que escapan a nuestras previsiones. A pesar de todo, estas dificultades pueden superarse poco a poco fomentando la cultura, favoreciendo la convivencia pacífica, procurando que la educación llegue a todos y que las condiciones políticas vayan cambiando.
Hay, sin embargo, otras situaciones de pobreza, que afectan a pueblos enteros y que se podrían remediar si hubiese una voluntad decidida por parte de las personas y de las instituciones sociales y políticas de los países desarrollados. En estos momentos, la humanidad tiene recursos suficientes para que nadie tenga que pasar hambre en el mundo. Por eso, la existencia de los pobres es una llamada apremiante y, al mismo tiempo, una acusación para todos, pues la pobreza pervive en el mundo porque quienes vivimos libres de ella no estamos dispuestos a colaborar con quienes la padecen.
Ante esta realidad, tendríamos que preguntarnos: ¿Qué podemos hacer? Sin duda, además de pedir a Dios por los necesitados y por el cambio de mentalidad de los poderosos, todos podemos ofrecer nuestra colaboración económica y sensibilizar a la sociedad para que no deje de pensar en los que tienen hambre de pan y sed de justicia. Además, por medio de Manos Unidas, podemos canalizar nuestra aportación económica para la realización de aquellos proyectos que permitan paliar la miseria de millones de hermanos que sufren la pobreza, la exclusión social y el subdesarrollo.
La ayuda a los pobres del mundo, hecha desde el sacrificio y la renuncia a los propios intereses, es un medio indispensable para hacer frente a los males morales que lleva consigo la abundancia. Si mala es la pobreza, también la abundancia y el derroche lo son. La abundancia de bienes materiales, cuando no se comparten, favorece el egoísmo, el individualismo y el olvido de los demás. Solo la esperanza en la vida eterna y la solidaridad con los empobrecidos nos pueden curar de estas enfermedades espirituales.
En esto también se cumple aquella enseñanza evangélica que nos recuerda que “dar es mejor que recibir”. La ayuda que prestemos a nuestros semejantes es un medio para curarnos y salvarnos a nosotros mismos. El amor y la solidaridad con los empobrecidos y hambrientos es la mayor riqueza que podemos tener en nuestra vida.
Con mi sincero afecto y bendición, feliz día del Señor
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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