Los diálogos con algunas personas sobre distintos temas de actualidad evidencian un gran confusionismo. En estas conversaciones, bastantes hermanos manifiestan una profunda deformación moral, llegando incluso a confundir la moralidad con la legalidad. Es más, en ocasiones, la legalidad llega a sustituir a la moralidad creando así una profunda desorientación en las conciencias de muchos jóvenes y adultos que viven con la convicción de que todo lo que es legal tiene también un valor moral.
Hay personas que, sin la necesaria capacidad para hacer un juicio crítico de la realidad, llegan a pensar que determinados comportamientos o actuaciones personales son moralmente buenos y, por tanto, aceptables, porque la mayor parte de la sociedad piensa así, porque estas acciones están permitidas o no castigadas por las leyes civiles y porque los progresos científicos y los avances técnicos las hacen posibles.
La progresiva secularización de la sociedad, la concepción de la religión como una cuestión privada sin repercusiones en la vida pública y la incapacidad de algunas personas para reconocer la herencia religiosa y cristiana como uno de los pilares y fundamentos del desarrollo de la cultura y de la civilización europea están influyendo grandemente en la formación de esta mentalidad laicista de la existencia.
La Iglesia y cuantos nos confesamos cristianos, ante la contemplación de esta realidad, hemos de sentirnos especialmente convocados a ofrecer, con sencillez, humildad y confianza, a Jesucristo y sus enseñanzas como único camino de salvación. Y hemos de hacerlo con la convicción de que este es el mayor bien que podemos ofrecer al hombre de hoy pues, como nos dice el papa Francisco, el ser humano, aunque no sea consciente de ello, necesita a Jesucristo como respuesta y plenitud de sentido para su existencia.
Al mismo tiempo, ante los nuevos problemas y situaciones que experimentamos en la convivencia social, familiar y laboral, es preciso que los cristianos ofrezcamos con el testimonio de la palabra y de las obras criterios morales que permitan a nuestros semejantes actuar con claridad y objetividad en el seguimiento de Jesucristo y en la fidelidad a su conciencia bien formada.
Esto nos obliga a asumir que la invitación evangélica a la conversión personal y comunitaria tiene que estar en el primer plano de nuestras preocupaciones. Solo desde una sincera conversión a Jesucristo y a su evangelio podremos proclamar y defender con convicción, aunque seamos despreciados o incomprendidos, la dignidad de la persona y el valor absoluto de la vida humana, sin los cuales es imposible edificar una sociedad moralmente configurada.
Con mi sincero afecto y estima, feliz día del Señor
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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