Los orígenes históricos de nuestra ciudad constituyen un objeto de animado debate desde el mismo momento en que el rey Felipe II decide instalar la corte en esta villa castellana.
Los cronistas de nuestra villa, poetas, dramaturgos, novelistas, escritores en suma pertenecientes al denominado Siglo de Oro español[1], trataron de escudriñar en viejos cronicones fabulosos orígenes sobre la reciente corte de la Monarquía Hispánica que la colocaran en situación de no desmerecer de las restantes capitales europeas. Buscaban datos que la desvincularan en su génesis del rival por antonomasia a lo largo de más de siete siglos de Reconquista: los musulmanes. La enemistad secular no sólo no se había apaciguado, sino que seguía en pleno vigor ante el auge y la amenaza evidente que suponía el islámico Imperio Otomano en los Balcanes y Centroeuropa, y en las mismas costas de los dominios españoles del Mediterráneo.
Si no aparecían en las crónicas de los distintos monarcas castellanos referencias a pueblos civilizadores y colonizadores asumibles por la mentalidad renacentista de estos autores como dignos fundadores de la villa, directamente los asimilaban imaginativamente como realidad histórica incuestionable. Asimismo, buscaron personajes de prosapia pertenecientes a estos pueblos que le otorgaran timbre de nobleza a Madrid por su acción protagónica en su fundación.
Y, a veces, estos personajes encumbrados y supuestamente históricos, directamente se inventaban por los autores.
Esta tendencia, habitual en los cronistas de los siglos XVI y XVII, se refrenó notablemente en el XVIII con la aparición de los escritores de la Ilustración, y sobre todo en el XIX, en el que imperó una gran corriente de escepticismo en relación a las fábulas fantásticas originadas dos siglos antes. Como autores imbuidos del racionalismo de la época se centraron exclusivamente en la documentación histórica comprobable y despojada de hechos fantásticos y, cada vez con mayor intensidad, en las investigaciones arqueológicas, que iniciadas en dicho período decimonónico adquiriría un gran desarrollo a lo largo del siglo XX y en los inicios del XXI en que nos hallamos.
Admitiendo la realidad incuestionable de la investigación histórica a través de los documentos y de los restos arqueológicos, como los principales elementos a la hora de determinar los orígenes y vaivenes históricos de una población, como asimismo de los personajes que la han habitado a lo largo de los siglos, es también indudable el gran valor cultural, antropológico y folclórico que aportan las leyendas y los mitos transmitidos de padres a hijos por el pueblo en un imaginativo esfuerzo por encontrar la razón y origen de su lugar de nacimiento. Hechos portentosos, personajes imbuidos de caracteres semidivinos y heroicos, tamizados en un terreno difuso entre la historia y la fábula, rellenan las lagunas de largos períodos históricos que los habitantes del lugar no podrían justificar de otra forma. Y estos hechos y personajes cuasi mitológicos, merecen ocupar su lugar en el acervo cultural de todo pueblo que se enorgullece de conocer su historia, sus personajes destacados, y aquellos otros héroes que, quizá carentes de una tangibilidad real en su propio entorno geográfico, están investidos de unos caracteres que les convierten en referentes populares para poder enaltecer la nobleza y prosapia de la tierra que les ha visto crecer a ellos, morir a sus padres, y nacer a sus hijos.
Y empezamos por el primer personaje, quizá histórico, quizá mitológico; tal vez, simplemente un producto fabulado por una mente culta que ya concebía la propaganda como un elemento determinante para incrementar y divulgar la fama de una ciudad como Madrid, reciente asiento de una corte real [2] que se disponía a rivalizar con otras capitales europeas que ya lucían justificadas preseas de antigüedad y nobleza que engalanaban su prestigio internacional.
1. Príncipe Ocno Bianor
Su padre, Tiberino, rey de los latinos, había comenzado su reinado en el año 919 a. C., y reinó por un período de ocho años. A este monarca se le considera, asimismo, antepasado de Rómulo y Remo, los fundadores de la ciudad de Roma en el año 753 a. C. Este mítico rey falleció ahogado al caer en las aguas del río Albula, el cual, en su recuerdo, recibirá el nombre de Tíber, habiendo dejado previamente embarazada a la adivina griega Manto, conocida como la Fatídica. Nació, pues, el príncipe Ocno, de manera póstuma, en el año 911 a. C.
De acuerdo a la mitología romana, la adivina Manto, hija del profeta y también adivino Tiresias, después de regresar del santuario de Delfos, adonde había sido llevada como botín de guerra por los argivos, como promesa efectuada al dios Apolo tras su conquista de Tebas en la guerra de los Epígonos, marcharía a Italia, a la región del Lacio, donde conocería a Tiberino
A este rey latino le había sucedido en el trono su hijo mayor Agripa, mientras que en el reino de la Toscana imperaba el gobierno despótico del soberano Mecencio. El príncipe Ocno, convencido de sus escasas posibilidades de heredar a su hermano, y no desdeñando la posibilidad de obtener un señorío por medio de la guerra, llegado a la adolescencia se entregó al ejercicio de las armas. A lo largo de diversas acciones bélicas iría adquiriendo renombre como guerrero y, desplazado al norte de Italia fundó una ciudad a la que llamó Mantua [3] en honor a su madre.
A estas regiones de Italia comenzó a llegar noticia de las riquezas naturales de Iberia, y convencido el príncipe Ocno del escaso futuro que le aguardaba en su patria decidió probar la aventura de buscar fortuna en el extremo occidental de Europa. A fin de cuentas sus primeros colonizadores, los fenicios, iban instalando “factorías” en puntos estratégicos de sus costas, y algunos de los compatriotas de su madre, los griegos, comenzaban también sus primeros tanteos comerciales. De esta manera, a los 32 años, embarcó rumbo a las costas ibéricas donde desembarcó acompañado de un séquito de guerreros y comerciantes. Llegado a la meseta central, y en plena región habitada por el pueblo celtíbero de los carpetanos, fundaría una ciudad, nuestra actual villa de Madrid, con el nombre de Mantua, nuevamente en honor de su madre; y para diferenciarla de la italiana le añadió el apellido de Carpetana,por fundarse en medio del territorio de esta tribu celtibérica. Este hecho acaecería en el año 879 a. C. es decir, nada menos que 126 años antes que la fundación de Roma por Rómulo y Remo, cuando posiblemente los pueblos celtíberos aún no ocupaban esta región, ya que hay que tener en cuenta que los pueblos celtas llegan a la Península Ibérica en torno al siglo XIII a. C., ocupando en un primer momento la zona noreste peninsular y no iniciando su expansión por la Meseta Central y la franja del actual Portugal hasta el siglo VII a. C. En cualquier caso, es notorio que desde nuestra ciudad y región se observa con gran facilidad la constelación de la Osa Mayor, o del Carro, que en latín se denomina “Carpentum”, compuesta por siete estrellas, y que la misma pasaría posteriormente a formar parte del escudo heráldico de nuestra villa, y compondría, a partir de 1982, la bandera de nuestra Comunidad Autónoma. Cualquiera de las dos circunstancias, pueblo celtibérico o constelación sideral, o ambas al mismo tiempo, bastarían para justificar el nombre clásico de nuestra ciudad.
2. Nabucodonosor II
Se trata de uno de los grandes personajes de la historia universal al que se ha atribuido la fundación de Madrid.
Nacido en el año 630 a. C., es el monarca más celebre de la dinastía caldea de Babilonia, famoso por su conquistas de Judea y de la ciudad de Jerusalén, y por su actividad constructora, en la que destacarían los míticos jardines colgantes de Babilonia. Su padre, el rey Nabopolasar obtuvo la independencia de Babilonia guerreando contra Siria y asolando la ciudad de Nínive. Asimismo, el rey egipcio Neko II derrotó a los asirios en la batalla de Megido, apoderándose de Fenicia y parte de Palestina.
A la vista del peligro egipcio, Nabopolasar mandó a su ejercito dirigido por su hijo Nabucodonosor, el cual consiguió derrotar al ejército egipcio en la batalla de Karkemish, acaecida en el año 605 a. C. Con esta victoria, Babilonia se anexionó Siria y Fenicia. Ese mismo año, el 15 de agosto, se produjo el fallecimiento de Nabopolasar, a quien sucedió en el trono su joven hijo Nabucodonosor II, de 25 años. Tras emprender diversas campañas militares que culminaron en victorias, contra medos, escitas y cimerios, volvió a poner sus ojos en el derrotado Egipto en el año 601 a. C. No obstante, al atravesar las regiones de Siria y del reino de Judá, se produjeron distintas rebeliones que retrasaron el avance del ejército babilonio. Sometió Siria, y acabó con la sublevación de Judá, conquistando Jerusalén en el año 597 a. C. y deportando a su rey Jeconías a Babilonia.
Unos años más tarde, el faraón Apries (589-570 a. C.) intentó intervenir nuevamente en Palestina, momento que aprovechó el reino de Judá para sublevarse nuevamente contra el dominio babilónico. Contenido y rechazado el ejército egipcio, Nabucodonosor inició el asedio de Jerusalén (587-586 a. C.), y una vez conquistada, destruyó su Templo y devastó la ciudad, deportando a sus ciudadanos a Babilonia, junto con el rey Sedecías. A continuación, se dirigió a poner sitio terrestre y naval a la ciudad de Tiro, describiendo los hechos que a continuación acaecieron nuestro cronista, Gerónimo de Quintana [4], y donde hace acto de presencia nuestra ciudad. Así pues, y según nos narra nuestro cronista del siglo XVII, los fenicios de Tiro enviaron mensajeros a sus compatriotas asentados en las costas de Iberia, cuya principal ciudad era Gades (la actual Cádiz). Decidido el socorro por los fenicios gaditanos, fue enviada una flota con refuerzos, tanto de guerreros púnicos como ibéricos, la cual consiguió burlar el bloqueo al que las tropas babilónicas sometían a Tiro, consiguiendo introducirse en la ciudad, levantando con ello la moral de los sitiados y aumentando notablemente el número de soldados que integraban la guarnición militar. Al mismo tiempo, llegaron informes de nuevas incursiones del ejército egipcio, lo que obligó a Nabucodonosor a levantar el sitio de Tiro. Contenidos los egipcios, decidió el rey babilonio vengarse de los fenicios gaditanos, y a tal efecto y aprestando una gran flota, desembarcó en la costa meridional de la actual España, y conquistó la ciudad de Cádiz. Entre sus tropas venían numerosos contingentes de judíos que comenzaron a asentarse en distintas poblaciones de Iberia. Tras varias “razzias” en la costa, emprendió la marcha hacia el interior de la península. Y es en este contexto, en el que Quintana narra la evidencia de la presencia del conquistador babilonio en nuestro Madrid. Al demolerse la Puerta o Arco de Santa María, para desenfadar la calle Mayor y construir un arco triunfal efímero, con motivo de la entrada en Madrid de la reina D.ª Ana de Austria que venía a contraer matrimonio con el rey Felipe II en 1570 -evento que ya había narrado el maestro Juan López de Hoyos-, se hallaron en sus cimientos unas “láminas de metal” en las que se testimoniaba que dicha puerta y muralla (pertenecientes al primer recinto) habían sido edificadas por el rey Nabucodonosor II. Deduce de ello Quintana, por tanto, que el rey babilonio debía ser el señor de Madrid en aquel tiempo. Nabucodonosor regresaría poco tiempo después (en el año 583 a. C.) al Próximo Oriente donde, tras un nuevo asedio, conseguiría un acuerdo con la ciudad de Tiro (año 572 a. C.) por la cual ésta pasaba a la soberanía babilonia. Diez años más tarde se produciría su muerte.
3. Epaminondas
Este general y político griego nació en la ciudad de Tebas entre los años 418 y 411 a. C. Hijo de Polymnis, descendía de una familia noble empobrecida, pero recibió una educación muy selecta: cultivó la danza, la música, y la filosofía. Asimismo, se ejercitó en las armas, iniciando su vida como soldado apenas rebasada la adolescencia. Muy austero en su vida personal, nunca buscó el enriquecimiento por la política o las armas. Uno de los hechos bélicos más destacados de su juventud sucedió durante la batalla de Mantinea (año 385 a. C.), durante la cual los espartanos, auxiliados por los tebanos atacaron dicha ciudad, y consistió en que Epaminondas logró salvar la vida de su amigo Pelópidas poniendo en grave riesgo la suya propia. Esta batalla formaba parte de la campaña de expansión que había iniciado Esparta al final de la guerra del Peloponeso, a partir del año 404 a. C, a costa de las restantes “polis” griegas. La ciudad de Tebas, como inicial aliada de Esparta también buscaba su propia expansión por la región de Beocia, lo que provocó que acabara chocando con los espartanos y se iniciase la conocida como guerra de Corinto,que duraría ocho años (395-387 a. C.), y en la que Tebas, junto con Atenas, Corinto y Argos se enfrentarían a los espartanos. La guerra concluiría sin un vencedor claro; no obstante, Tebas renunciaría a sus ambiciones expansionistas por la Beocia y se convertiría nuevamente en aliada de Esparta. Sin embargo, al producirse una serie de motines en Tebas, el general espartano Férbidas se desvió de su ruta junto con su ejército mientras atravesaba la Beocia, entró en la ciudad amotinada, y se apoderó de su acrópolis, llamada Cadmea, donde instaló un gobierno títere pro-espartano. Gran parte de la población tebana huyó de su ciudad. No obstante, Epaminondas permanecería en la misma donde no sería reconocido, pasando por un sencillo filósofo. Los tebanos exiliados, se reagruparían en Atenas, y años después organizarían el ataque de reconquista de su ciudad. En concreto, Pelópidas y un grupo de seguidores anti-espartanos se introdujeron de noche en la ciudad (año 379 a. C.), y lograron asesinar a los gobernantes pro-espartanos, en tanto Epaminondas y su amigo Górgidas, dirigiendo a un grupo de jóvenes, apoderándose de las armas custodiadas en la armería, asaltaron la acrópolis tebana, respaldados por una fuerza ateniense. Conquistada la ciudad, se convocaría a la asamblea popular y el general Pelópidas sería designado como su nuevo líder. Los espartanos no tardarían en contraatacar, dirigidos por su rey Cleómbotro I, pero no llegarían a entrar en combate. Un segundo intento, dirigido por Agesilao II tampoco obtendría mejores frutos, ya que los tebanos rodearían su ciudad de trincheras y barricadas que frustrarían el avance tebano. Tebas recuperaría la ambición de lo que habían perdido en el territorio de Beocia, y lo reconquistarían constituyendo la Confederación de Beocia, dividida en nueve distritos, dirigidos por generales llamados beotarcas; uno de ellos sería Epaminondas. Los espartanos aún mantendrían tres enfrentamientos más contra los tebanos, pero aún manteniendo su categoría de principal potencia militar, tuvieron que reconocer la independencia de la Confederación Beocia, uno de cuyos principales líderes siguió siendo Pelópidas.
En el año 371 a. C. se celebró una conferencia de paz entre la Confederación, Esparta, y Atenas. Epaminondas fue uno de los principales beotarcas. Pero cuando se empeñó en firmar el tratado de paz en nombre no sólo de Tebas sino de todas las polis que integraban la Confederación, el noble espartano Agesilao II, se opuso, y la delegación tebana fue expulsada de la conferencia, iniciándose preparativos de guerra. A la cabeza de los espartanos, su rey, Cleómbotro I; y a la cabeza del ejército tebano, Epaminondas. Ambos ejércitos se enfrentaron en la batalla de Leuctra, el 4 de julio de 371 a.C., que finalizó con el triunfo de los tebanos, gracias a las innovadoras tácticas que utilizó Epaminondas en el empleo de sus falanges. Con la derrota de Esparta, en años sucesivos Epaminondas dirigiría una serie de incursiones sobre la península del Peloponeso en manos en su mayor parte de Esparta, convirtiéndose en su principal líder y estratega militar. ¿En qué momento se relaciona la biografía de Epaminondas con su estancia en Madrid? No podemos saberlo. La única noticia sobre su estancia en nuestra ciudad la facilita Juan López de Hoyos, quien narra en una carta [5] que las falanges del general Epaminondas portaban un estandarte con la representación de un dragón; el cual colocaban en las puertas de las ciudades que fundaban y edificios que construían. Y así, cuenta López de Hoyos que en lo alto de la Puerta Cerrada, demolida en 1569, existía una culebra grabada en la misma, y que en su infancia los lugareños aún denominaban a esta puerta por tal motivo Puerta de la Culebrao del Dragón. Y ésta es toda la explicación que se otorga para justificar el paso del noble Epaminondas y de sus hoplitas por nuestra ciudad. Indiscutiblemente, tuvo que producirse esta visita tras la batalla de Leuctra del año 371 a. C. y antes de su muerte atravesado por una lanza en la segunda batalla de Mantinea en el año 362 a. C.
4. Príncipe Al-Mundhir
Nacido en Córdoba en el año 844, Al-Mundhir ibn Muhammad fue hijo del emir Muhammad I y de Ushar. Su padre reinó entre los años 852 y 886. Físicamente llamaba la atención por su contraste con otros miembros de la familia omeya andalusí, en los que predominaba la piel clara y el cabello rubio. Así Ibn Idhari, lo describe con cabello rizado negro, piel morena y rostro picado de viruelas.
A pesar de sus escasas inclinaciones intelectuales, recibió una esmerada educación en la corte emiral, y pronto se sintió llamado a la carrera de las armas.
En el año 859, el rey de Asturias, Ordoño I, dirigió una campaña contra la fortaleza de Albelda (La Rioja) edificada por el gobernador andalusí de Zaragoza, descendiente de cristianos visigodos, Musa ibn Musa, arrasando fortaleza y ciudad. Esto encendió las alarmas en el emirato cordobés, ya que apenas cuatro años más tarde, las tropas asturianas dirigidas por el conde castellano Rodrigo lograrían cruzar el Sistema Central y asaltar y conquistar la localidad madrileña de Talamanca de Jarama, llevándose como rehenes a su gobernador musulmán; Murzuk, y a su esposa. Aunque se trató de una conquista efímera, los dirigentes musulmanes advirtieron la necesidad de reforzar su frontera norte, ubicada en la llamada Marca Media. Además, era necesario controlar a la levantisca Toledo, habitada por un gran número de cristianos sometidos (“mozárabes”) que confraternizaban con los cristianos del norte, y gobernada por una élite árabe deseosa se ampliar su autonomía con respecto a la lejana capital andalusí.
En este contexto se remitieron distintas expediciones exploratorias que pretendían evaluar los puntos de la frontera norte que necesitaban ser fortificados.
Deseoso de respaldar la política defensiva de su padre, Al-Mundhir, con tan sólo 21 años, se enfrentó a las tropas de Ordoño I, a lo largo del valle del Ebro, con resultados inciertos. De regreso hacia Córdoba, no obstante, lograría derrotar al principal paladín del rey asturiano, Rodrigo, primer conde de Castilla. No es improbable que al rebasar el Sistema Central en ese verano del año 865 y comprobar cómo se restauraban las fortificaciones de Talamanca, siguiera el curso del río Manzanares, hasta llegar a una vega que se arriscaba a su izquierda, con un hermoso bosque hacia el poniente. Al preguntar a uno de los labriegos de la zona el nombre de la aldea que se levantaba entre dos colinas a la vera de un arroyo afluente del Manzanares, el rústico le respondió en un latín romanceado trufado de arabismos: “Matrice, mio sidi (“mi señor”); igual que el arroyo”.
Tras remontar la corriente del arroyo, atravesando la pequeña población, y llegar a la cumbre de la colina amesetada del norte, el príncipe descabalgó junto con su séquito a la vera del pequeño templo godo dedicado a Mariam, madre del profeta Isa, y contemplando el panorama que se extendía ante él, pensó: “¡Qué magnífico lugar para alzar una fortaleza desde la cual vigilar los pasos de la Sierra, y controlar Toledo!”. Y volviéndose hacia su maestre de obras le dio instrucciones para comenzar los trabajos inmediatamente; iban retrasados, y ya se estaban fortificando Olmos, Calatalifa, Alamín, Canales…
El príncipe Al-Mundhir aún tendría muchas batallas en las que luchar, y llegaría a ser emir de Córdoba en el año 886, pero disfrutaría poco tiempo de esa responsabilidad, tan solo dos años, muriendo a los 44 de su edad; pero su principal cometido con nuestra ciudad, su fundación como plaza fuerte, estaba ya cumplida.
5. Bibliografía
.- Gea Ortigas, Isabel; Castellanos Oñate, J. Manuel. “Madrid musulmán, judío y cristiano. Las murallas medievales de Madrid”. La Librería, 2008.
.- González Dávila, Gil. “Teatro de las Grandezas de Madrid”. Madrid, 1623.
.- González Palencia, A. “Historia de la España musulmana”. Edit. Labor, Barcelona 1929.
.- López de Hoyos, Juan. “Historia y relación de la enfermedad, tránsito y exequias de la reyna Isabel de Valois”. Madrid, 1569.
.- Quintana, Gerónimo de. “A la muy antigua, noble y coronada Villa de Madrid. Historia de su antigüedad, nobleza y grandeza”. Madrid, 1629.
.- VV.AA. “Enciclopedia Universal Sopena. Tomo 3”. Barcelona, 1972.
.- VV.AA. “El valle del Jarama”.Comunidad de Madrid, 2001.
.- VV.AA. “Testimonios del Madrid Medieval. El Madrid Musulmán”. Museo de San Isidro, 2004.