La muerte y resurrección de Jesucristo es el misterio central del año litúrgico y de toda la vida cristiana. Si el Padre no le hubiera resucitado, nuestra fe sería inútil y nuestra esperanza un sinsentido. Estaríamos adorando y prestando culto a un gran hombre, pero si no hubiera resucitado, no sería Dios como el Padre y, por tanto, no podría salvarnos.
Los apóstoles y discípulos, en los encuentros con Jesús después de su resurrección, no solo confirman los anuncios de los profetas, sino que comprenden sus comportamientos y enseñanzas durante los años de su vida pública. Por eso, cumpliendo el encargo del Maestro, saldrán hasta los confines de la tierra anunciando la Buena Noticia de su victoria sobre el poder del pecado y de la muerte. Nadie podrá acallar sus enseñanzas, pues, como ellos mismos confiesan, es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres.
Ante la convicción de que el mensaje de Jesús y su estilo de vida eran únicos y que habían sido ratificados por el Padre al resucitarle de entre los muertos, los apóstoles y discípulos comienzan a recoger por escrito las palabras que le habían escuchado durante los años de su vida pública, como palabras de quien está vivo y, por lo tanto, como la mejor noticia para cuantos creen en Él. De este modo, nacen los Evangelios.
Las primeras comunidades cristianas proclaman o escuchan las enseñanzas evangélicas como palabras de vida que el Señor les dirige a cada uno de ellos. Escuchan estas enseñanzas como palabras que son “espíritu y vida”. La contemplación y meditación de estas enseñanzas de Jesús tienen el poder de abrir la mente y el corazón de todo ser humano para ayudarle a vivir en la verdad y para permitirle esperar en la vida eterna.
Esto quiere decir que un cristiano, cuando se pone ante los Evangelios, tiene que hacerlo con profunda actitud de fe, con la convicción de que no tiene en sus manos un libro más, sino un libro en el que va a escuchar al mismo Jesús que le habla al corazón. Para recordarnos la importancia de la fe al leer o escuchar las Escrituras, el Concilio Vaticano II nos dirá: “Cristo está presente en la Palabra, pues es él mismo quien habla mientras se leen en la Iglesia las Sagradas Escrituras” (SC 7).
Cuando los discípulos del Resucitado escuchamos o leemos el Evangelio no estamos leyendo la biografía de un difunto. La vida de Jesús no termina con la muerte, sino en la resurrección. Jesús, que sigue vivo en su Iglesia por medio de los sacramentos y de la Sagrada Escritura, puede hacernos partícipes de su misma vida. Sus palabras, además de iluminar nuestra peregrinación por este mundo, nos recuerdan que no estamos solos.
El mismo Jesús que llamó y envió a los discípulos, nos envía también a nosotros en misión, invitándonos a construir la existencia sobre roca, sobre sus palabras de vida: “El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece al hombre prudente que edificó su casa sobre roca” (Mt 7, 24).
Con mi sincero afecto y bendición, feliz tiempo pascual.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
NOTA DE LA REDACCIÓN: EL HERALDO DEL HENARES acepta el envío de cartas y artículos de opinión para ser publicados en el diario, sin que comparta necesariamente el contenido de las opiniones ajenas, que son responsabilidad única de su autor, por lo que las mismas no son corregidas ni apostilladas.
EL HERALDO DEL HENARES se reserva la posibilidad de rechazar dichos textos cuando no cumplan unos requisitos mínimos de respeto a los demás lectores o contravengan las leyes vigentes.