Excepción hecha de Palabra de perro, inspirada directamente en El coloquio de los perros de Cervantes, quizá sea María Luisa una de las obras de Mayorga donde deja sentirse de manera más perceptible la impronta cervantina, o más exactamente, quijotesca. Primero en el humor que destilan algunas escenas, no exentas de ese sabor acre, un punto cruel que tienen muchos pasajes del Quijote, y es que la vida tampoco parece haber tratado a María Luisa con demasiada indulgencia; mueve, asimismo, a nuestra heroína el mismo espíritu de rebeldía indomable de nuestro caballero andante, aunque se manifieste, tardíamente, en el gesto de tirar del freno de emergencia o en la rotura del escaparate de la tienda de moda para robar un pañuelo; hay una parecida voluntad de perseguir sus deseos y, desde luego, la pieza en su conjunto, con esos tres personajes masculinos que parecen fruto exclusivamente de la imaginación de María Luisa, proyecciones de sus deseos ocultos, nos sitúa definitivamente en la difusa frontera que separa la realidad de la fantasía, esa otra realidad impalpable pero que tanta influencia tiene en el discurrir de nuestras vidas
Como en Animales nocturnos, Hamelin o El chico de la última fila, por poner sólo unos cuantos ejemplos, depone Mayorga su inclinación por la sátira política y su querencia por la parábola y se aventura, de nuevo, en el terreno de lo cotidiano para dar voz a un personaje del montón, una septuagenaria anónima con la que seguramente nos hemos cruzado muchas veces sin apenas advertir su presencia hablando con el portero de la finca o subiendo fatigosamente las escaleras mientras nosotros bajábamos a la carrera. Una anciana con síntomas de demencia que lucha para sobreponerse a la soledad más absoluta en que vive, apenas mitigada por la compañía de la TV, por las llamadas telefónicas que intercambia con una amiga con la que toma café todos los jueves o por los ocasionales encuentros con el portero de su casa y que abriga la débil esperanza de encontrar algo de la dicha que la vida le ha negado tras el umbral de la puerta plateada de una discoteca cuya entrada no se ha atrevido nunca a franquear.
Pero vayamos al espectáculo. Al menos en la función matinal a la que yo asistí el miércoles y con un público menos heterogéneo que el habitual de las tardes, a la obra le cuesta arrancar; las primeras escenas, hasta la “primera salida”, fallida, a deshora, intentando burlar la vigilancia del portero, o la escena de la construcción de los muñecos, resultan un tanto desconcertantes y la obra parece estancada. A partir de la conversación telefónica con Angelines, la aparición de un tercer personaje, Olmedo,(un caballero “de aquí”), una figura más acorde con los consejos y sugerencias de Angelines, queda establecido el marco del conflicto y la idiosincrasia de sus protagonista: María Luisa, por un lado, y por otro Beckenbauer, Azzopardi y Olmedo, esa suerte de apariciones fantasmales, que irrumpen, que asaltan, cabría decir, la aburrida, reiterativa y anodina rutina en que se ha convertido la vida de la anciana, cada uno de ellos, a medida que se desarrolla la acción, buscando su hueco en el corazón de María Luisa y testimoniando, a su vez, la magnitud de sus delirios y desvaríos.
El montaje, dirigido por el mismo Juan Mayorga y con una aséptica escenografía de Alessio Meloni, se caracteriza por la sobriedad. Los diversos espacios en los que se desarrolla la acción están apenas sugeridos por la mímica y la iluminación: la calle, la escalera, el vagón del metro, … Sólo los cajetines para la correspondencia de la portería y el sofá del salón de María Luisa, recuerdan un espacio físico real; los muñecos pergeñados con artilugios y enseres del ámbito doméstico o los paneles de fondo, tenue o profusamente iluminados según los casos, delimitan un espacio de contenido metafórico; y lo mismo ocurre con el vestuario y todo el trabajo de gestualidad destinado a acentuar el contraste entre los dos universos que conviven en la obra, el real, representado por María Luisa, Angelines y el portero, y el simbólico/onírico en el que se mueven Beckembauer, Azzopardi y Olmedo
El motor que impulsa el avance de la obra -incluso en los momentos de calma chicha- es sin duda una espléndida Lola Casamayor en el papel protagonista. Destila familiaridad y cercanía y se hace definitivamente acreedora de toda nuestra simpatía dando vida una anciana bondadosa y considerada que sobrelleva sus achaques y frustraciones con un sentido del humor envidiable; determinada, sagaz, con un punto de rebeldía insobornable saca fuerzas de flaqueza para romper con todas las convenciones sociales que la han venido atenazando y para llevar a buen término sus sueños. Marisol Rolandi es una Angelines cordial, amigable y aporta a su personaje el sentido de la realidad que parece faltarle a María Luisa, aunque al final, (como Sancho en el Quijote) experimenta un curioso proceso de “marialuisicización” y termina por apuntarse a la fiesta. El resto de actores están a la altura de sus complicados roles. El atento y servicial Raúl, el portero, (Paco Ochoa) dicharachero y un punto sentencioso, tras su fachada de discreción y recato esconde también una doble vida. Los personajes encarnados por Juan Codina, Juan Paños y Juan Vinuesa, como corresponde a su quimérica naturaleza se han sometido a un sutil proceso de esperpentización o de desrealización. El primero, Benito Beckenbauer un general retirado, supuesto cabecilla de un golpe de estado en ciernes -una “gran acción”, dice literalmente- y ofreciéndole a María Luisa nada más y nada menos que “poner el país a sus pies”. Embutido en su pull-over oscuro de cuello alto es una parodia grotesca del Ventolera valleinclanesco o del general de Legión. Olmedo (quizá un recuerdo distorsionado de un personaje real en la vida de María Luisa, ¿un antiguo novio?) es el que inspira más confianza a Angelines, es un figurín pretencioso, taimado y manipulador; Juan Paños hace una inspirada versión de Emerson Azzopardi, un pusilánime, desvalido e indeciso joven poeta; sensible, enigmático, volcado en la búsqueda imposible de la palabra salvadora. En sus intervenciones extemporáneas, como ausente, con su tono entre quejumbroso y alucinado, su modulación pausada y enfática acompañada de una gesticulación exagerada corre el riesgo, a veces, de caer en el amaneramiento.
Gordon Craig, 26-IV-2023.
Ficha técnico artística:
Autor: Juan Mayorga
Con: Lola Casamayor, Juan Codina, Paco Ochoa, Juan Paños, Marisol Rolandi y Juan Vinuesa
Escenografía: Alessio Meloni..
Vestuario: Vanessa Actif.
Iluminación: Juan Gómez Cornejo.
Espacio sonoro: Yaiza Vorona.
Dirección: Juan Mayorga.
Madrid, Teatro de la Abadía. 26 de abril de 2023.