No sé muy bien por qué traigo a cuento para encabezar la reseña de El Paraíso perdido estos versos de Calderón; sin duda, en esta queja de Segismundo, aherrojado con gruesas cadenas al muro de la torre donde lo tiene confinado su padre, hay una referencia al tema de la libertad que también es consustancial a la obra que comentamos. Subyace, asimismo, en este clamor angustiado pero enérgico de protesta de Segismundo por su injusta situación el mismo espíritu de rebeldía que inspira al Príncipe de las Tinieblas a levantarse contra el Todopoderoso que, tras su rebelión primera le había arrojado con todas sus cohortes de ángeles levantiscos a las profundidades del Infierno; un espíritu de rebeldía que le impele a levantarse y a fraguar su lenta e inexorable venganza no en una lucha frente a frente contra las legiones de la Luz, sino en una guerra soterrada, artera, destinada a corromper a Adán y a Eva, precisamente los seres de la creación de los que más orgulloso se sentía el Hacedor, y a provocar su caída y su expulsión del Paraíso.
Porque de eso trata la pieza: de recrear la historia de la creación del mundo a partir del caos primigenio, y de cómo Dios dispuso el jardín del Edén, un lugar privilegiado en el que habrían de vivir dichosos el primer hombre y la primera mujer creados a imagen y semejanza suya, -a condición, eso sí, de no comer el fruto del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal-, y de la tentación del Maligno, y de la desobediencia y de la caída, y de la pérdida de la inocencia, y del pecado, y de la culpa, y de la redención. Y es que, aunque la eclosión del Renacimiento había traído un florecimiento cultural y científico sin precedentes en el mundo occidental, la superación de la cosmovisión medieval y de todo su sistema de creencias estaba todavía lejos de materializarse y había todavía una íntima necesidad de celebrar episodios fundamentales de ese vastísimo corpus textual que son las Sagradas Escrituras, y hacerlo siguiendo los patrones formales de la épica clásica grecolatina -naturalmente, en miles de versos de tono solemne y estilo elevado- y desplegando la vasta erudición del humanista cristiano que era Milton y el perfecto conocedor no sólo de los grandes autores clásicos que tomó como modelo sino de las múltiples fuentes bíblicas sobre el tema, entre otros, el libro del Génesis, Ezequiel, el Talmud o los apócrifos del Antiguo Testamento.
Estamos, pues, ante un texto, vasto y complejísimo, a lo largo y ancho de cuyas páginas se plantean cuestiones tan cruciales, hoy como entonces, para el ser humano, como la trascendencia o la fe, como la libertad frente a la servidumbre, la obediencia o la rebeldía, el orgullo, la envidia, el miedo o la culpa. Un texto plagado de referencias eruditas, alusiones, metáforas, alegorías y elementos simbólicos, que como otros textos canónicos, está ahí siempre como un polo de atracción, como una tentación -nunca mejor dicho- para régisseurs y productores teatrales. Y a veces es difícil descubrir las razones últimas y el objetivo de traer a escena un texto de tal naturaleza. En un extremo, quizá, estén los directores rigurosos y con verdadera sensibilidad artística dispuestos a dejarse seducir por su hondura y complejidad temática, por la riqueza y plasticidad de su lenguaje y por la enorme riqueza de su imaginería poética, y en otro aquellos más, digamos, intrépidos, dispuestos a dejarse tentar por el brillo rutilante de su prestigio y a arriesgarse a “traicionarlo” (traduttore traditore) extrayéndolo de su contexto histórico y cultural y de su forma originaria de poema épico-alegórico, para alterarlo con elementos de cosecha propia y ponerlo al servicio de intereses espurios. Para cometer, en suma, el primer pecado del que advierten los dramaturgistas: “no usarás nunca el texto como pretexto”.
Obviamente ambas opciones no son excluyentes y el tratamiento dado por Helena Tornero y Andrés Lima (responsables de la adaptación y de la dramaturgia) al material del poema de Milton así lo demuestra. Hay, quizá hasta mediada la obra, cuadros en que la propuesta sigue por sus pasos contados el texto original: la caída de Satán a los infiernos, su discurso de aliento a los suyos, o la edificación del Pandemoniun; su ofrecimiento para viajar a conocer el “nuevo mundo”, sus diatribas con el Todopoderoso sobre el alcance y valor de la libertad o el por qué del veto al saber impuesto a Adan y a Eva simbolizado en el árbol de la fruta prohibida. A partir de ahí, la deriva que toma el desarrollo de la acción, sobre todo en la quinta y sexta partes y en el desenlace, con ese furibundo alegato feminista de una Eva fuera de sí desde el proscenio, invalida el tremendo esfuerzo de síntesis que supone -quien conozca la pieza original podrá dar testimonio de ello-, expurgar de un texto tan vasto y enjundioso los temas y motivos esenciales, que a su vez impregnan las líneas principales de conflicto que mantienen vivo el antagonismo entre los dos personajes principales Dios y Satán.
Y es una lástima, porque esa labor de síntesis, justo es reconocerlo, es una tarea titánica. No lo es menos la creación y la materialización del espacio escénico escenográfico que tiene que dar cuenta de la exuberante imaginería con la que un vate -ciego, para más inri- ornó las prolijas y pormenorizadas descripciones de los lugares fabulosos en los que se desarrollan los episodios narrados. El espectáculo ofrece numerosas oportunidades para el disfrute, en escenas felizmente resueltas como la de el Maligno a las puertas del Infierno enfrentado a la Culpa y a la Muerte, y en cuadros de gran belleza plástica que tienen como fondo la escarpada cortante de rocas basálticas que conduce a las profundidades del Tártaro o las proyecciones en distintas tonalidades y motivos que enmarcan el ir y venir de los personajes. Y lo mismo cabe decir del vestuario o del desnudo -no entiendo muy bien por qué se nos presenta a nuestros primeros padres en su etapa de “Australopitecus” ¿un homenaje a Darwin? ¿a Kubrick?-, es quizá lo único que rompe la rara coherencia del conjunto. Y en fin, es meritorio el trabajo actoral en su conjunto, espléndido cabría decir en el caso de Cristina Plazas y Pere Arquillué. La primera modula con notable pericia y energía los cambiantes estados de ánimo del Demonio que encarna: su postración tras la caída, su resolución para alentar a sus huestes y encabezar la rebelión o su muestra permanente de animadversión hacia el Creador; ante la contemplación de Adán y Eva dichosos en el paraíso su ánimo fluctúa entre sus temores la envidia y la desesperación. Perversa, sibilina, el brillo mefistofélico de su mirada no puede ocultar el profundo odio y resentimiento que le corroen las entrañas. El segundo es un prepotente, desdeñoso y condescendiente Dios a escala humana; un anciano gotoso y renqueante, atildado, con sus gafas oscuras y embutido en un impecable traje de lino, deambula por la escena apoyado en su bastón imperativo como un maestro de ceremonias y justiciero como un capo de la mafia. Remata su faena satisfecho de su obra con una atronadora carcajada sarcástica.
Gordon Craig, 15-V-2023
Ficha técnico artística:
Basada en el poema épico de John Milton.
Texto de Helena Tornero.
Dramaturgia: Helena Tornero y Andrés Lima.
Con: Pere Arquillué, María Codoni, Rubén de Eguía, Laura Font, Lucía Juárez y Cristina Plazas.
Escenografía y vestuario: Beatriz San Juan..
Iluminación: Valentín Álvarez..
Música original y espacio sonoro: Jaume Manresa..
Dirección: Andrés Lima.
Madrid, Teatro María Guerrero.
Hasta el18 de junio de 2023