La misión de la Iglesia es la evangelización, es decir, el anuncio, la celebración y el testimonio del amor y de la salvación de Dios a todos los seres humanos. En cada momento de la historia, el mensaje siempre será el mismo, pues nadie puede cambiar los contenidos evangélicos según sus gustos o los criterios culturales del momento. Sin embargo, las formas, los métodos y los medios para presentar el mensaje evangélico pueden y deben ser distintos, al analizar la realidad social, cultural y religiosa.
Algunos cristianos tienen una visión reduccionista de la evangelización, al concebirla como la simple transmisión de unos contenidos doctrinales. Estos hermanos consideran que la evangelización debería centrarse en la simple presentación de unas enseñanzas doctrinales sobre la persona de Jesucristo a quienes aún no han tenido la dicha de conocerle, viven en la indiferencia religiosa o han abandonado la fe.
Para cumplir con este criterio de la evangelización, sería suficiente buscar personas bien formadas doctrinalmente que tengan la capacidad de ofrecer en su integridad los contenidos evangélicos a sus semejantes. Esto, sin duda, es muy importante y hemos de cuidarlo en la misión evangelizadora, pero, antes de nada, hemos de asumir que la evangelización consiste no solo en ofrecer una doctrina, sino en dar testimonio de Jesucristo, de su amor y de su salvación, por medio de las obras.
Entendida así la evangelización, lo más importante no es que todos tengan muy buenos contenidos doctrinales para poder evangelizar, sino el contar con auténticos testigos de Jesucristo, es decir, con creyentes que han experimentado el amor de Dios y que, como auténticos discípulos misioneros, están dispuestos a mostrarlo a sus semejantes en cada instante de la vida con alegría, con entusiasmo y con nuevo ardor evangelizador.
No podemos, por tanto, confundir la evangelización con la simple aceptación doctrinal de un conjunto de verdades evangélicas propuestas por la Iglesia. Si esto fuese así, podríamos encontrarnos con evangelizadores, que ofrecen buenos contenidos doctrinales a los demás, pero que en la práctica viven y actúan sin que esas verdades transformen su mente, su corazón y sus comportamientos.
En medio de las incertidumbres y oscuridades del momento presente, los cristianos no podemos olvidar el encargo de Jesús a sus apóstoles y discípulos de ser “luz del mundo y sal de la tierra”. Estas enseñanzas del Maestro nos recuerdan que lo importante en la evangelización no es el protagonismo incontrolado o el activismo superficial, sino la práctica de las buenas obras que nacen de la acción del Espíritu Santo en nuestro corazón. Si abrimos la mente y el corazón a la acción del Espíritu Santo, podremos recibir su luz y experimentar su fuerza para ser verdaderos testigos de Jesucristo en el mundo.
Con mi bendición, feliz día del Señor
Atilano Rodríguez, obispo administrador apostólico de Sigüenza-Guadalajara
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