Novelista y dramaturga, premio Nobel de Literatura en 2004, la escritora austríaca Elfriede Jelinek es una auténtica desconocida en nuestros escenarios. Bienvenido, pues, este montaje -espléndido, por cierto- que recala en la Abadía, tras su estreno en la barcelonesa Sala Beckett, que nos permite acceder al universo creador de la autora y con él a una teatralidad sui géneris que ha abandonado, si puede decirse así, el orden de la fábula (argumento), el principio de figuración y el diálogo en beneficio de una realidad escénica distinta sustentada -como dice Hans-Thies Lemann-, “en la realidad poético-sensual del lenguaje mismo”. Y es que, en efecto, en lugar de interacciones entre personajes, que en puridad no existen en la obra, la autora se sirve de la yuxtaposición de textos a cargo de sucesivos enunciadores desprovistos de cualquier espesor psicológico y que alternan la forma monologal con breves pasaje corales. Ni que decir tiene que la materialización de esta poética escénica conlleva, entre otras exigencias, un dominio de la expresión verbal que los intérpretes acreditan sobradamente, con un fraseo, una dicción y una prosodia exquisitas.
Ayunos de la sólida formación musical de la autora, nos resulta imposible establecer los vínculos que relaciónan esta obra con la que parece ser su fuente de inspiración, el ciclo de canciones Winterreise (“viaje de invierno”, en alemán), de Franz Schubert y Wilhelm Müller; nos limitaremos pues a comentar sucintamente el contenido y forma del espectáculo, un hermoso y sobrecogedor poema escénico donde música, texto, plástica y expresión corporal se confabulan para crear una intensa y perturbadora experiencia estética.
El texto se articula en ocho bloques temáticos que abordan diversos aspectos y tópicos de la sociedad actual, que la autora satiriza sin contemplaciones con un lenguaje duro y descarnado no exento de lirismo, en ocasiones, cuando aborda los aspectos autobiográficos más intimos. Más que un viaje físico, en el espacio, vagamente sugerido por los pasadizos, entre la nieve de la alta montaña que evoca la escenografía, se trata de un viaje existencial; un viaje en el tiempo de un sujeto narrativo que expresara su queja por su incapacidad de acompasar su propia existencia con el paso de los días; un sentimiento como de quedarse anclado, fuera del tiempo; como si fuera quedándose atrás ante un presente permanentemente renovado y lleno de novedades. La imagen de esta suerte de “narrador” (narradora, en este caso: Rosa Cadafalch) en la última escena inmóvil, de pié en el mismo lugar, que se hunde en el agua helada a medida que el hielo se derrite bajo sus piés, puede confundirse con el yo de la propia autora, estancada, condenada a la repetición y por tanto a la creciente irrelevancia para un público hambriento de constantes innovaciones. Antes de este final, hay una escena cumbre, desgarradora, de marcado carácter autobiográfico; se trata de un intenso soliloquio, a cargo, esta vez, de un extraordinario Pepo Blasco, en la que la autora desgrana los avatares de la demencia de su padre y el abandono del mismo en una institución psiquiátrica. La queja y el lamento por la separación, y el extrañamiento y la recreación de las circunstancias del doloroso proceso de enajenación y pérdida de la memoria, cobra tintes verdaderamente dramáticos que impactan como un mazazo sobre la conciencia del espectador.
Pero este viaje personal se expande hacia la crítica cultural y social de su tiempo, que es el nuestro. El piano de Bru Ferri y el cuerpo desnudo, torturado y convulso de Encarni Sánchez ponen una nota conmovedora y trágica en la evocación de un episodio de secuestro y violencia sexual que conmocionó a la acomodada y biempensante sociedad austriaca de finales de los noventa: el secuestro en 1998 de la joven de 10 años Natascha Kampussch, que pudo escapar viva de su captor después de ocho años de cautiverio. En la escena siguiente le llega el turno a la prensa. Laia Alberch micrófono en mano, entrevista a la joven recién liberada; su implacable interrogatorio llevado hasta los confines de la intimidad de Natascha, su frialdad casi ofensiva llena de insinuaciones malévolas punto menos que culpabilizando a la joven de haber propiciado con su actitud los abusos revela de forma descarnada la labor de manipulación y tergiversación de la realidad en los medios de masas atentos sólo a las exigencias de la captación de audiencias.
No menos crudos son los alegatos contra la lacra de la exclusión social, contra el culto a Internet y contra la tiranía de las redes sociales, aunque uno de los climax indudables de la obra corresponde a la escena con la que la autora nos alerta del fascismo latente en nuestras sociedades acomodadas. Se vale para ello del entusiasmo desplegado por unos jóvenes cachorros del partido nazi entonando alrededor del fuego canciones populares. En plena naturaleza agreste, con los pechos henchidos de fervor patriótico este grupo émulo de los “Hitlerjugend” se entrega con exaltación creciente –acompañados por el brioso y rotundo sonido del acordeón- al canto y a la danza buscando una suerte de unión mística, la que les proporciona el sentido de pertenencia a la tierra ancestral que da cobijo a los valores acendrados de la raza.
Gordon Craig, 09-XI-2023.
Ficha técnico-artística:
Texto: Elfriede Jelinek
Dramaturgia: Magda Puyo y Marc Villanueva.
Con: Laya Alberch, Pepo Blasco, Rosa Cadafalch, Bru Ferri y Encarni Sánchez.
Escenografía: Judit Colomer.
Iluminación: David Bofarull.
Música: Clara Peya
Dirección: Magda Puyo.
Madrid, Teatro de la Abadía. 9 de noviembre de 2023.