“Verdaderamente ha resucitado el Señor, aleluya”. Así canta la liturgia el acontecimiento que estamos viviendo. En la oración colecta rezamos diciendo: “Oh Dios, que, en este día, vencida la muerte nos has abierto las puertas de la eternidad por medio de tu Unigénito, concede, a quienes celebramos la solemnidad de la resurrección del Señor, que, renovados por tu Espíritu, resucitemos a la luz de la vida”.
En Jesucristo vivo se nos concede la posibilidad de una vida resucitada como la suya. La fe en Jesucristo resucitado hace más luminosa nuestra esperanza y más ardiente nuestra caridad. Renovados por el Espíritu Santo, resucitamos a la luz de la vida.
La luz de Jesucristo resucitado ilumina los abismos humanos del sufrimiento, el pecado y la muerte. Conocemos a muchas personas que viven rodeadas de tinieblas, de dolor y de muerte. A nuestro alrededor el sufrimiento hiere cruelmente a las víctimas de la guerra en diversos puntos de la tierra; el dolor aflige a los que sufren las consecuencias de las calamidades: riadas, incendios forestales, inundaciones, terremotos, sacudidas sísmicas; la amargura oprime a los que experimentan violencia dentro de la familia; a las víctimas inocentes del aborto; a quienes padecen las consecuencias de la corrupción, la agresividad, los accidentes de tráfico, los siniestros laborales, las injusticias, la marginación, la discriminación, la soledad, el desarraigo y todo tipo de angustias.
Hay muchas personas que buscan un puesto de trabajo digno y estable y no lo consiguen. Hay muchos jóvenes que se preparan con ilusión y constancia y no encuentran una salida laboral a sus esfuerzos. Hay muchos enfermos en los hospitales y en los hogares, y en ocasiones padecen el agravio de sentirse solos, olvidados y descartados. Hay familias que se rompen y niños tristes que no disponen del cariño necesario y a quienes se les ha robado su infancia.
No decimos simplemente que Jesucristo “resucitó”, como si se tratase de un acontecimiento del pasado que no tiene ninguna incidencia en el presente. Proclamamos “¡ha resucitado!”, porque el efecto de su nueva vida sigue activo en nuestros días y se prolonga en el tiempo con plenitud de esperanza. El presente se renueva, adquiere nuevo color. La humilde esperanza florece y se vuelve creciente, radiante, luminosa. La caridad, que vivía escondida y casi marchita en medio de espesas cenizas, se manifiesta ardiente, incandescente, capaz de comunicar calor y vida allí donde antes solamente se percibía frío y muerte.
Es preciso difundir entre todos los cristianos el gozo de sentirnos liberados por el Resucitado y ser testigos del Evangelio en la vida.
Cristo resucitado nos concede redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe. Con Cristo resucitado podemos confesar la fe con plenitud y renovada convicción, con confianza y esperanza. Desde Cristo resucitado proclamamos con alegría la misericordia de Dios que ha vencido a la muerte y nos hace partícipes de la vida que no tiene fin.
¡Feliz Pascua de Resurrección! Verdaderamente, ha resucitado el Señor, aleluya.
Julián Ruiz Martorell, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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