Se estrena el cineasta David Trueba como director de teatro con todas las bendiciones del Centro Dramático Nacional -nada menos que en las sala grande del María Guerrero– con una obra de la que también es autor: Los guapos. Con pretensiones de drama social, en la línea, pongamos, de un cierto teatro de Sastre, Buero, Cabal o José Luis Alonso de Santos, pero sin la enjundia, penetración, intensidad, brillantez o incluso vis cómica de ninguno de ellos.
Veamos. En una taberna de un barrio del extrarradio -y que, aunque se le parece mucho, no es La taberna fantástica, desde luego- se van a reunir Pablo y Nuria, dos adultos que crecieron juntos hasta la adolescencia y que padecieron las mismas penurias y dificultades que cualquier niño nacido en los 60 y los 70 en el típico barrio obrero de las afueras de la gran ciudad. La cita se produce a instancias de Nuria que requiere la ayuda profesional de Pablo, a la sazón un abogado de éxito especializado en causas solidarias. El reencuentro tiene lugar en el mismo sitio donde pasaron juntos momentos cruciales de su adolescencia e inevitablemente va a suscitar y a estimular los recuerdos, recuerdos que se solapan, como líneas de conflicto paralelas, con lo que constituye la acción principal: la preparación, el curso y la resolución de una demanda judicial, razón ésta, como he dicho, por la que han vuelto a verse después de tanto tiempo.
El planteamiento es prometedor; ambos, obviamente, han cambiado, y esa divergencia de estatus, de situación vital, de perspectiva se constituye en desencadenante del conflicto, en motor que debería hacer avanzar la obra y propiciar una indagación en las vivencias y la psicología de dos seres humanos y, paralelamente, una reflexión sobre algunos aspectos relevantes de la sociedad española del tardofranquismo y primeros años de la Transición, que es tiempo en el que supuestamente viven la infancia los protagonistas.
Pero pasados los primeros compases de la obra, lo que entendemos por “la entrega de los personajes y la explicitación de su propósito” en el que ya queda establecido el tenor de su antagonismo, la obra se espesa, los diálogos van perdiendo frescura y los nuevos elementos de su peripecia personal y familiar que se van conociendo se tornan más y más irrelevantes, por consabidos, dentro del repertorio de tópicos a los que recurre Trueba para justificar las actitudes y el proceder de ambos, sobre todo de Nuria, a la que dispensa un trato preferente delineando una perdedora de manual abocada a la marginalidad: barrio obrero de la periferia, familia desvertebrada, padre maltratador, madre beata, de carácter débil, sumisa, entregada a agotadoras jornadas de trabajo para sacar adelante a sus retoños, y un hermano víctima de una “concatenación de infortunios” incapaz de salir del bucle diabólico malas compañías-droga-delincuencia-exclusión social. Es, de nuevo, el determinismo del estrato social y su concomitante falso dilema pobres/ricos para justificar el fracaso, falacia, por cierto recurrente como dogma incontestable entre la feligresía progre. A todo esto, por cierto, no queda claro por qué Pablo ha podido sacudirse ese destino aciago, ese hado implacable y ha conseguido salir del arroyo y convertirse en un abogado de éxito.
Respecto al asunto de la demanda, origen como decíamos del encuentro, pasa enseguida a segundo plano a favor de la relación pasada y presente de los protagonistas. Incluso el dramatismo implícito en el motivo de la demanda, nada menos que la muerte por un trágico accidente de la madre de la protagonista, queda desdibujado, diluido en un puro trámite en el que Pablo va tomando notas en su agenda para la preparación del caso mientras Nuria va rememorando los hechos con una frialdad glacial. Ya para entonces nos hemos distanciado de lo que ocurre en escena; parece que el argumento gira sobre sí mismo, entre el victimismo, los reproches y las vagas insinuaciones de Nuria, sus apostillas a las frasecitas ingeniosas de Pablo y las evasivas de éste que no sabe cómo justificar su espantada de veinte años atrás.
Si lo que se proponía Trueba, entre otras cosas, era indagar en temas como la importancia del primer amor adolescente y su impronta en la conformación de nuestra sentimentalidad futura, o sobre la fiabilidad de nuestra memoria y nuestra habilidad para manipular los recuerdos, cabe decir que tales asuntos quedan apenas esbozados. La historia de amor de Nuria y Pablo adolescentes, viene a resultar un romance contado por entregas, en confusos apartes en los que los actores vagan por el escenario perorando si tener siempre la seguridad de a quien se dirigen, si a su antagonista, a los espectadores o a un tercer interlocutor implícito; una sucesión de lugares comunes en tonos pastel lindando con la cursilería y que se patentiza en la imagen de los recuerdos -como dice la propia Nuria- “emergiendo del pasado como la bailarina que surge al abrir la tapa de una cajita de música”.
Ni la escenografía de Beatriz San Juan, la verdad poco inspirada, ni la utilización interesada del espacio sonoro para acentuar -en la línea del más puro Hollywood– la emotividad de algunas escenas que no consiguen por sí mismas una mínima intensidad dramática; ni las ocasionales frases ingeniosas o pinceladas de humor ni, por supuesto un desenlace atropellado con la súbita acumulación de sospechas de Pablo sobre Nuria y la pirueta final a costa el cheque consiguen desactivar la atonía y falta de brío del espectáculo.
Gordon Craig, 02-V-2024
Ficha técnico artística:
Autor: David Trueba.
Con: Anna Alarcón y Vito Sanz.
Escenografía y vestuario: Beatriz San Juan.
Iluminación: Pedro Yagüe.
Música y espacio sonoro: Iñaki Estrada.
Dirección: David Trueba.
Madrid. Teatro María Guerrero. 1 de mayo de 2024.