Se cuentan por centenares las cartas que se intercambiaron el dramaturgo Anton Chèjov y la actriz de ascendencia germano-rusa Olga Knipper desde que se conocieron hasta la temprana muerte del dramaturgo de tuberculosis en el balneario de Badenweiler en el verano de 1904. Las más de las veces separados, incluso después de haber contraído matrimonio en 1901-ella por necesidades de su trabajo como primera actriz del Teatro del Arte moscovita pasaba largas temporadas en Moscú o en San Petersburgo; él, por cuestiones de salud, en Yalta, a orillas del Mar Negro- vivieron durante seis años una intensa y apasionada historia de amor que la dramaturga americana Carol Rocamora ha recreado en sus detalles más íntimos expurgando en esa copiosísima correspondencia.
El resultado es un vívido retrato de un Chèjov otoñal -¡con sólo 40 años!- que como el olmo viejo de Machado, reverdece al contacto de una mujer diez años más joven que él, llena encanto y de energía y poseída por una vocación irreprimible hacia la escena. A un ritmo endiablado, electrizante, nada chejoviano, por cierto, sin apenas tiempo de transición entre carta y carta que los protagonistas escriben sin parar, de manera compulsiva, para hacerse partícipes mutuamente de los más mínimos incidentes cotidianos que llenan de felicidad a los enamorados o que turban su ánimo cuando alguna nubecilla de duda o de sospecha se interpone entre ellos, la obra va avanzando cubriendo todas las fases o etapas del enamoramiento hasta después incluso del óbito del dramaturgo, con la negativa de Olga a renunciar a la costumbre de escribirle cartas, en esta ocasión, para lamentarse amargamente de la pérdida del hijo y para culparse de su falta de atenciones absorbida como ha estado por su dedicación al teatro: “Teatro, –exclama entre lágrimas de desesperación-, no sé si amarte o maldecirte; pero ahora es todo lo que me queda”.
Tan sólo puede reprocharse al espectáculo una sobreabundancia de referencias cronológicas (la fecha y lugar de cada epístola precede a cada mención consignada en el texto), fruto quizá del prurito de exactitud y de precisión de la autora que ejerce, a la vez, de profesora y de crítica literaria; por lo demás, no hay aspecto de la vida de los personajes que aflore en sus cartas que no aparezca en la obra con un rigor y un afán de exhaustividad encomiables, y que el director logra embutir en una secuencia de episodios, como digo, trepidante, desde los detalles más pequeños, como una ligera indisposición, un encuentro fortuito con un admirador o la alusión al frío que se cuela por los batientes de las ventanas del despacho en las primeras tardes de otoño, hasta las lindezas que se dedican los tortolitos -aquí “esturioncitos”- sobre todo Chéjov que despliega su fina ironía, su portentosa capacidad de observación y su sensibilidad exquisita en agudísimas observaciones sobre todo lo que le rodea, empezando por su omnicomprensión de la peripecia vital y artística de su amante y luego esposa, a la que no deja de animar a que siga trabajando y de ayudar a sobreponerse a sus pequeños tropiezos o a contener su impaciencia durante las largas ausencias, pasando por su aguda percepción de la naturaleza en torno, incluido el curso de su enfermedad o el lento y trabajoso proceso de escritura. Durante esa época saldrían de su pluma algunos de sus mejores cuentos y piezas teatrales, como Tío Vania, Las tres hermanas, o El jardín de los cerezos.
Suele decirse que él hábito no hace al monje, pero me temo que tal afirmación es en parte errónea, al menos en lo que atañe al mundo del teatro. Quizá haya una razón de orden funcional para la indumentaria de Rebeca Valls en el inicio de la obra: se presenta junto a José Manuel Casany, se presentan ambos, como los actores que van a interpretar los papeles de Olga Knipper y Anton Chéjov en la pieza que nos disponemos a presenciar. Pero ese breve preámbulo metateatral no justifica la permanencia de la actriz embutida en unos pantalones ajustados durante casi la mitad de la obra. Y es que nos cuesta, qué le vamos a hacer, imaginar con esa indumentaria a una diva del teatro decimonónico, o de los albores del siglo veinte en que se supone que se desarrolla la acción, frente a un Casany/Chéjov, ya ataviado desde el principio con su traje oscuro, su elegante foulard y sus inconfundibles “quevedos” o espejuelos con los que aparece en las fotos que se conservan del dramaturgo.
Choca un poco también ese torrente de energía y efusividad que derrocha desde el minuto uno Rebeca Valls, antes de que conozcamos siquiera un poquito a su personaje por sus primeras cartas. Después ya sí, a medida que se va revelando su idiosincrasia todo va empezando a encajar y para cuando decide sacar del guardarropa y ponerse una elegante falda larga de raso granate, su atuendo, sus ademanes, su trepidante ir y venir por la escena cambiando de registro, concuerdan con su natural vitalismo, con su celo perfeccionista, con su necesidad de reconocimiento, con su ternura y con su condición de amante enamorada doliente del mal de ausencia, que no duda en hacer explícitas incluso las urgencias del sexo. Muy buen trabajo, en todo caso de Rebeca Valls que nos depara hacia el final de la obra algunas escenas de gran impacto emocional. Otrosí puede decirse de José Manuel Casany en un Chéjov, cordial, considerado e indulgente; un enfermo en ciernes un punto senil pero que vive con la ingenuidad y el candor de un niño los efectos del enamoramiento; dicharachero, ingenioso, paciente, asume con una entereza encomiable y sin perder la compostura la angustia de la separación, los embates de la enfermedad y el aciago final que le tiene reservado el destino.
Gordon Craig, 11-V-2024
Ficha técnico artística:
Autora: Carol Rocamora
Con: José Manuel Casany y Rebeca Valls.
Diseño de escenografía: Dino Ibáñez.
Diseño de iluminación: Rafael Mojas.
L’Om Imprebis. Dirección: Santiago Sánchez.
Alcalá de Henares. Corral de Comedias. 10 demayo de 2024.