Queridos hermanos en el Señor: Os deseo gracia y paz.
Comenzamos el mes de noviembre celebrando la plenitud de la santidad. La Solemnidad de Todos los Santos no solamente señala el inicio de este nuevo mes, sino que también debe marcar el ritmo de nuestro caminar y alentar nuestra esperanza.
En la historia de la Iglesia ha habido santos cuya vida ha sido un recorrido lineal de gracia y crecimiento. Niños, jóvenes, adultos y ancianos que han vivido siempre orientados hacia el Señor. Han sabido caminar en la presencia de Dios. Los santos son aquellos cuyo corazón es totalmente del Señor.
Pero también ha habido santos en cuya existencia ha habido avances, pausas y retrocesos, momentos de luz y circunstancias de densas tinieblas. Han experimentado el toque del perdón y se han sentido inundados por la paz de la misericordia.
El Señor nos ofrece en los santos “el ejemplo de su vida, la ayuda de su intercesión y la participación en su destino” (Prefacio I de los santos). Por eso, rezamos al Señor diciéndole: “mediante el testimonio admirable de tus santos fecundas sin cesar a tu Iglesia con vitalidad siempre nueva, y nos das así pruebas evidentes de tu amor. Su insigne ejemplo nos anima, y a su permanente intercesión nos confiamos” (Prefacio II de los santos).
Cada uno de nosotros hemos de recorrer el sendero que nos corresponde desde la común vocación a la santidad. La lejanía de la meta no debe amortiguar nuestros pasos. Al contrario, el destino de nuestro personal y comunitario viaje debe impulsar dinámicamente nuestro camino.
Los santos son “los mejores miembros de la Iglesia” (Prefacio de Todos los Santos). Son la Iglesia más genuina, más auténtica. En los santos brilla la santidad de la Iglesia. Pero la santidad no es el privilegio de un grupo selecto y reducido, sino el proyecto de Dios sobre cada persona.
Desde la luz de la santidad entendemos mejor el recuerdo agradecido con el que conmemoramos a todos los fieles difuntos en el segundo día de noviembre. Los rostros de nuestros seres queridos que ya no están con nosotros, pero que siguen vivos en presencia de Dios, regresan acompañados de recuerdos, de escenas y de vivencias. Damos gracias a Dios por todo lo que hemos recibido de ellos, y agradecemos los fragmentos de nuestra común historia compartida, vivida, celebrada y sufrida.
De vez en cuando, algunas lágrimas caen al suelo, para hacerlo más fecundo. Un nudo en la garganta y en el corazón hace que nuestra respiración sea entrecortada, pero no dejamos de respirar, porque deseamos vivir y no solamente sobrevivir. Y nuestra vida se vuelve memoria agradecida.
Recibid mi cordial saludo y mi bendición
Julián Ruiz Martorell, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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