El Heraldo del Henares
Queridos hermanos en el Señor: Os deseo gracia y paz.
Entre el Domingo de Ramos y el Domingo de Resurrección hay un abismo. El tiempo que transcurre entre ambas fechas lo denominamos Semana Santa. Y lo es en un doble sentido. En primer lugar, porque celebramos los misterios centrales de la historia. Son días objetivamente santos. En segundo lugar, el tiempo que el Señor nos ofrece es una oportunidad decisiva para que también nosotros seamos subjetivamente santificados.
Pregúntate sobre el modo en que vives la Semana Santa y estarás muy cerca de saber quién eres. Pregúntate cómo te sumerges en estos días santos y podrás responder sobre el sentido de tu vida y el valor de tu misión. Detén tus pasos, respira a pleno pulmón, escucha, contempla, admira. Te sentirás unido a un coro universal de acción de gracias y alabanza. Reconocerás que el pecado ha merecido la pena de tan admirable Redentor. Y es que, en la noche más oscura de todos los tiempos, emerge la luz absoluta del definitivo amor.
Salimos al encuentro de Jesucristo con las palmas, los ramos y el entusiasmo de las multitudes enfervorizadas. Celebramos los oficios litúrgicos, uniendo nuestras vidas a los eslabones de la fe de tantas generaciones. Escuchamos los pasajes centrales de la Sagrada Escritura, textos fundamentales y fundacionales, firmes cimientos asentados por inspiración del Espíritu Santo. Nos reunimos como miembros de un solo pueblo para acompañar a los sacerdotes que renuevan sus promesas. Participamos en la festiva bendición del óleo de los catecúmenos, del óleo de los enfermos y de la consagración del santo crisma. El doble relato de la pasión que proclamaremos el Domingo de Ramos y el Viernes Santo nos configura con los gestos, silencios, acciones y palabras de Jesucristo. Una narración que es historia viva de salvación. Una proclamación eclesial que merece ser también saboreada y asimilada en nuestro propio hogar.
Escuchamos las lecciones del único Maestro, que nos instruye con lo que dice, con lo que hace, en la manera en que entrega libremente su vida y en el modo en que nos invita a caminar tras sus huellas y hacer lo que Él mismo hace.
Recibimos el regalo de la eucaristía, el don del sacerdocio y el mandato del amor fraterno.
Aprendemos a velar en silencio, a acompañar a Jesús en su oración, a confiar en la voluntad de Dios Padre. El silencio es la patria de las almas grandes. Y María, coronada de sufrimientos y de virtudes. Fiel reflejo de los mejores rasgos de toda la humanidad. Peregrina de la fe. Mujer fiel, dolorosa, orante, modelo de entrega. Madre de la esperanza. Madre de Jesucristo viviente. Ella supo aguardar la victoria de su Hijo y acompañar a la Iglesia naciente en su misión.
Recibid mi cordial saludo y mi bendición.
Julián Ruiz Martorell, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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