Las personas importantes para nuestra vida, las hemos escogido y llegan cuando tienen que llegar. No son casualidad, ni es necesario que nos las presenten. Están ahí. Son la familia.
Cuando todo se tambalea a nuestro alrededor por el viento de la crisis de valores, hay que volver a lo esencial. Volver a la FAMILIA, ponerla en valor.
Se ha dado demasiada importancia a la política y a los políticos. También se ha dado demasiada importancia a la economía y al dinero. Sin negar la importancia del empleo y la recuperación, personalmente el debate esencial debería ser anterior. Es necesario tener claro lo que es básico: la familia. Sin la recuperación ética de los principios esenciales y los pilares de la sociedad, será poco menos que imposible superar el actual bache de la humanidad. Hay que volver a potenciar la FAMILIA y sus valores.
Como se puede ver en las noticias de los telediarios, y como descubren el teatro o el cine con películas como «Suburbicón«, de George Clooney, nos estamos convirtiendo en una sociedad que pretende alejarse de la contaminación pero está podrida de prejuicios, en la que las peores pasiones afloran continuamente. Dicho de otra manera, hemos vendido la vida y hemos dejado el bienestar en manos ajenas y en el fondo somos «Perfectos desconocidos«.
La familia: una unidad de amor; un libro, sin instrucciones, para aprender.
En la familia hay lazos íntimos de misterio y sangre, pero sobre todo de cariño de cada uno a todos y de todos a cada uno, en libertad y sin posesión. Es la célula básica de la sociedad que permite proyectos de vida múltiples y personales. Hemos sido escogido para poder experimentar, aquí y ahora, con unas características físicas, mentales y emocionales determinadas.
Los hijos, los padres, la vida, son un don y un aprendizaje. «Los hijos son concebidos por medio de vosotros, pero no de vosotros. Aún cuando estén con vosotros, no os pertenecen. Podéis otorgarles vuestro amor, más no vuestros pensamientos, porque ellos poseen los propios. Podéis dar cobijo a su cuerpo, más no a su alma, porque ella habita en la morada del futuro…Podéis esforzaros en ser como ellos, más no intentéis que ellos sean como vosotros, porque la vida no anda para atrás…»(El profeta, de Gibran Jalil Gibran).
La familia es lo primero que hay que recuperar. Es una unidad de personas potencialmente generosas aunque sean imperfectas. Mejor, precisamente por serlo, como diría el filósofo y pedagogo Gregorio Luri en su libro Elogio de las familias sensatamente imperfectas.
Primer peldaño social que se sube en familia: quererse antes que comprenderse.
Desde el primer instante de la existencia se puede percibir la alegría de quien nos ama y alegrarse por ello, antes de poder ser conscientes. Quiere decirse que se puede sentir incluso antes de nacer, en el vientre materno.
En estos días se ha podido leer que María, embarazada fue a visitar a su prima Isabel que estaba ya embarazada de 6 meses y vivía en la montaña. «Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. En cuanto oyó Isabel el saludo, saltó de gozo el niño que llevaba en su seno» (Lc 1, 39ss).
El Papa Francisco añade que «el seno materno que nos acoge es «la primera escuela» de comunicación, hecha de escucha y de contacto corpóreo». Allí «comenzamos a familiarizarnos con el mundo externo en un ambiente protegido y con el sonido tranquilizador del palpitar del corazón de la mamá».
También se pueden sentir incluso antes de nacer, en el vientre materno, los peligros -en caso de maltrato a la mujer; y aunque muchos lo prefieran ignorar, también en quien decide el aborto. El Dr. Nathanson, en «El grito del silenció» pudo documentar y hacer visible – en el vientre de una madre- el rechazo a quien estaba privándole del primer derecho: el de la vida.
Ese primitivo amor es luz sencilla, belleza y generosidad. El concebido se siente a gusto, aunque esté en camino y percibe ser querido en casa de otros seres. En este caso familiares. «Permanecieron allí unos 3 meses» (Lc 1, 56). Se entiende que hasta que su prima dio a luz.
Así es la familia. Puede ser imperfecta, pero no está sola. Necesitada de ayuda, pero acogedora y merecedora del amor que recibe. Todos necesitamos saber lo importantes que somos para alguien y que nunca estamos solos. Dos verdades claves.
Las muestras de afecto que se expresan de mil formas, señalan las pautas que irán encauzando la vida en libertad, desde el respeto, la ayuda y la respuesta de reciprocidad amorosa. Ir educando el corazón prepara al niño para educar su mente.
Todo eso se experimenta, no se racionaliza; va de corazón a corazón. Ahí se archiva, desde ahí se aprende que se puede crecer, cuando se esté preparado y dispuesto a mejorar. Pese a la imperfección, es decir, pese a que uno es imperfecto, se puede merecer ser querido. El amor en familia, ilumina, cura, mueve y se vive de forma natural , sin asustar, ni excluir. Se mantiene firme como un ancla interior, contra todo lo cambiante e inestable en el exterior, en el entorno de los otros miembros familiares e incluso en su propio estado de ánimo.
Por lo que el amor en libertad descubre, ante la imperfección, -propia y ajena-, el siguiente peldaño, que es: el respeto, la tolerancia, la educación y la ética.
Resumiendo: quererse antes que comprenderse, respetar ante de exigir y dar para poder recibir, eso es familia. Aunque no haya instrucciones, la sensibilidad intuye, pero…el ejemplo es clave. Cuando un día uno se da cuenta que ha llegado el momento de actuar, de responder, de ser consecuente, -no siempre hay segundas oportunidades-, comienzan los retos personales; y, «si uno no se implica, lo que suceda es culpa tuya» (K.F. El invierno del mundo). Entonces empezamos a comprender y podemos dejar de ser pasivos, podemos imponernos metas y disfrutara con los logros.
En familia, con amor y ejemplo, aprendemos… el diálogo.
Es el tercer peldaño natural: Escuchar y dialogar. Atender lo que el otro dice, pensar lo que dicen y exponer lo que se nos ocurre con razones propias. Después de aceptar las normas generales de convivencia, aseo y orden de las cosas, horarios, aparece, naturalmente, en la familia imperfecta, el diálogo.
Compartir la vida y compartir la mesa, con naturalidad es una fiesta. Se aprende naturalmente a colaborar en la cocina y, en la mesa, a pasar los productos, a «servir» todo, a pedir las cosas «por favor», a «dar las gracias», a saber que no siempre se puede tener todo, ni lo mejor, que hay que repartir lo que hay, que se debe comer de todo, porque todo está hecho con cariño; que los alimentos no se pueden tirar, porque todo tiene un precio. Aprendemos, en la mesa y en el juego, modos, formas elementales de educación y convivencia y compañerismo. Y otra cosa importante: ser capaces, cuando hacemos algo mal o nos equivocamos de «pedir perdón»; somos imperfectos y saberlo es crecer, madurar. Uno no madura con los años, madura aprendiendo de los errores.
La familia y la Humanidad encuentra soluciones, cuando los problemas de la gente se agravan. El progreso es eso.
Y ahí en la familia natural e imperfecta, el dolor, la enfermedad, la discapacidad no se sienten como trauma, sino como natural. Se acoge, se arropa, se ayuda, se quiere y se busca ayuda si se puede, para ser ayudados por expertos (por ej. médicos) en algunas situaciones. Así se superan, entre todos, las experiencias duras que ofrece la vida, sin negarlas. La familia tiene asumido que «nadie es perfecto», que alguna vez dejamos de estar sanos, o llega un hijo o un hermano, o un padre, a quien se le ha declarado una enfermedad «rara» o ha tenido un «accidente» y ha perdido movilidad, o un abuelo se ha hecho mayor, y se buscan, dialogando, mil formas para ayudar, integrar, y seguir queriendo hasta el final a quien lo necesita.
Algunas familias, van más allá de lo normal, precisamente porque puede haber personas,-niños o mayores- que no tienen quien los quiera. Son ejemplares.
Y en consecuencia, en familia se enseña a pensar sin pensar. Se aprende a absorber y retener. Uno se embebe, como la tierra, como la esponja, como el alma. Se enseña a pensar siendo y para ser, no para acatar, ni ser manipulado. Al contrario, más bien para ser uno mismo, para sentirse y ser diferente, pero no raro. Se aprende a ser normal, siendo normal, imperfecto pero capaz de mejorar.
Como decía Umberto Eco: «somos lo que nuestros padres nos enseñaron cuando no intentaban enseñarnos nada». Se aprende con los ojos, con los oídos, con el saber estar, compartiendo, haciendo las cosas con cariño, agradeciendo o siendo agradecidos. Escuchando y dialogando, para respetara y liderar.
La familia es para siempre, pero debe educar a los hijos para volar.
Posiblemente es lo más difícil porque no depende únicamente de la familia. Es cierto que «la familia es el lugar donde se aprende a convivir en la diferencia«, donde se descubre que hay distintos sexos, generaciones, tareas y gustos que hay que armonizar, ha dicho acertadamente el Papa. Es más, «no existe la familia perfecta, -ha repetido- pero no hay que tener miedo a la imperfección, a la fragilidad, ni siquiera a los conflictos. Al contrario, hay que aprender a afrontarlos de manera constructiva».
Unos padres responsables, enseñan a los hijos a saber que ellos tienen que hacer su vida, que antes o después tienen que dejar el hogar, y valerse por sí mismos. Pero la sociedad actual, se olvida de la familia, y es que se mueve por dinero, no por valores. Cada vez es más difícil a los hijos prescindir de los padres, primero, para poder emanciparse y segundo, para formar una nueva familia, por la dificultad para encontrar trabajo, o por la precariedad y temporalidad de muchos trabajos; también por los precios de viviendas o alquileres. Incluso, después de haberse emancipado, las dificultades laborales y/o familiares, les obligan a retornar al hogar paterno (al menos por un tiempo).
Estamos de paso por la tierra y el tiempo…para muchos es corto y para otros es una quimera. Pero todos vamos asumiendo que la unión y los lazos de amor y de familia se van a transformar, lo estamos haciendo. Tendremos que asumir que los unos tendrán que desprenderse de los otros, y que partirán (partiremos). Pero sin trauma, naturalmente, porque hay otra dimensión.
Esa dimensión espiritual o eterna, también se descubre, se valora y se fomenta en la familia. Desde el momento de nacer entramos, en el nivel humano de la eternidad. Toda vida es parte de la Vida. Se va avanzando en niveles, subiendo peldaños de autorrealización, de amor y de paz, mediante la transformación interior. Tenemos, para acercarnos a la felicidad, a la paz y a la luz, toda la eternidad. Por eso, el amor es eterno y trasciende el espacio y el tiempo.
Nuestros seres queridos, que han partido antes, nos esperan en el piso de arriba. Cuando lleguemos, saldrán a nuestro encuentro para recibirnos y ayudarnos en el «transito».
José Manuel Belmonte.