<< Secretos del corazón. >>
“En el comienzo fue el amor. Y el amor era maternal”, escribe la psicoanalista austriaca Melanie Klein (1882-1960). Y es que en efecto, el amor materno filial es quizá uno de los sentimientos más profundos y arraigados en el corazón humano. La mera consideración de que se trata de un ser engendrado en sus entrañas, y del desamparo del niño al nacer y de su necesidad de cuidados; y el disfrute que proporciona el trato continuado con el lactante durante las primeras semanas, meses, incluso años de su vida, por no hablar de la gratificación del deseo de ser madre que alberga toda mujer -según explican los psicoalnalistas freudianos-, todo contribuye desarrollar ese vinculo especial madre-hijo que se prolongará, en una personalidad plenamente desarrollada, a lo largo de la existencia, brindando cauce a todas las tendencias afectuosas y constructivas de la madre.
La obra que comentamos -que se repone ahora en el Teatro de la Abadía tras el éxito de la pasada temporada-, aborda precisamente la fortaleza indestructible de estos lazos materno-filiales en una situación límite: la inminente separación del hijo y su internamiento en un centro especializado en el que va a ser tratado de un agudo proceso de demencia.
Se trata de un largo monólogo de poco menos de hora y media, el tiempo real de espera a que llegue el padre de trabajar para efectuar el traslado. En este breve lapso de tiempo, mientras ultima los preparativos de la partida, acuciada por el dolor y la desesperación de la pérdida inminente, Mirian, la madre, pasa revista ante nuestros ojos a una vida hecha de renuncias y de ilusiones falaces y a la vez nos va desvelando los secretos más íntimos de un corazón desgarrado por la ausencia. Y es que, precisamente, lo que más atormenta a la madre es el haber “perdido” literalmente a su hijo. Esa separación -desgajamiento, podría decirse, de la madre- que de manera natural se produce durante el tránsito a la adolescencia, cuando el niño comienza a desarrollar una personalidad verdaderamente autónoma, en este caso se ha acelerado de una manera más brutal y dolorosa debido al proceso de locura del joven afectando al equilibrio psíquico y emocional de la madre.
Se trata de una secuencia un tanto inconexa de comentarios sobre este mismo día aciago, desde el amanecer hasta el momento presente, y de recuerdos y evocaciones del pasado donde divagaciones sobre asuntos de la más estricta cotidianidad -exteriorizadas tal vez como un intento infructuoso de rebajar la tensión del momento- alternan con frecuentes muestras de una ternura y una compasión absolutas, con fugaces destellos de esperanza o con intensos momentos de lucidez en los que el dolor se hace insoportable y la impotencia y la desesperación se adueñan por completo de la protagonista, mientras el joven de mirada perdida, como ausente, escucha asombrado y confuso sin poder articular una repuesta coherente más allá de sordos ruidos guturales y algunas reacciones de disgusto incontroladas.
Con ligeras variaciones de tonalidad en la luz, entre las cuatro paredes de la cocina del domicilio familiar rodeada de una ambigua envoltura de cañas y ramas secas que simbolizarían una especie de “nido” que el joven se resiste a abandonar, la acción se desarrolla al ritmo lento y pausado de las agujas del reloj mientras se agota el tiempo de la espera. En este exiguo espacio, dos personajes frente a frente en una no por inevitable menos conmovedora despedida. Fernando Delgado-Hierro es el joven; su andar titubeante y la rigidez de movimientos propia de un avanzado estado de parálisis, su mutismo y su mirada asustadiza son la viva imagen de la fragilidad y el desamparo. Isabel Ordaz por su parte pone toda su veteranía y talento al servicio de una madre amantísima, tierna y desolada. Aferrada a los recuerdos felices de su niñez y de la infancia de su hijo, las fluctuaciones de humor de su cháchara dispersa y los bruscos cambios en su estado de ánimo revelan ese desequilibrio emocional al que aludíamos arriba y muestran a las claras que el dolor ha hecho mella en una personalidad no del todo definida y madura. Entre los pliegues de una voz rota las más de las veces, ahogada por la angustia, se cuela la entonación impostada de una pretendida jovialidad con la que trata inútilmente de enmascarar su condición de mujer insatisfecha. Su pudorosa forma de sentarse, o de plisarse el vestido con las manos, mientras rememora el descubrimiento de la desnudez de su hijo o la del marido, su expresión de asco ante la huella de los cuerpos sobre la sábanas del lecho nupcial, la aprensión con la que hace referencia a sus propios humores corporales o el entusiasmo con que glosa las virtudes lustrales del agua son indicios de un trauma infantil no resuelto que ha afectado a su vida conyugal y probablemente a la relación con su hijo y que ahora se manifiestan en forma de sentimiento de culpa.
Gordon Craig.
15-I-2018.
Ficha técnico artística:
Autor: Santiago Loza.
Con: Isabel Ordaz y Fernando Delgado-Hierro.
Escenografía y vestuario:Elisa Sanz.
Dirección: Pablo Messiez.
Madrid. Teatro de la Abadía. Hasta el 28 de enero de 2018.