El día 19 de noviembre los cristianos celebramos la VII Jornada Mundial de los Pobres. Con el lema “No apartes tu rostro del pobre” (Tb 4, 7), el papa Francisco, en el mensaje publicado con ocasión de esta Jornada, nos invita a profundizar en la centralidad de la Palabra de Dios para descubrir cerca o lejos de nosotros el rostro de los pobres y para escuchar sus gritos de ayuda, apoyo y solidaridad.
En el Evangelio, el Señor nos pide que vivamos la pobreza y sirvamos a los pobres. La parábola del buen samaritano (Lc 10, 25-37), que tantas veces hemos escuchado y meditado, no es un simple relato del pasado, sino una llamada que el Señor nos hace a cada uno, en este momento de la historia, para que aprendamos a reconocer como prójimo a cada ser humano y, de un modo especial, a quienes están caídos al borde del camino y necesitan nuestra colaboración para levantarse.
El amor a nuestros semejantes no podemos delegarlo en otros hermanos. Cada cristiano tiene el encargo de Jesús de amar a sus semejantes y, por tanto, no puede delegar su responsabilidad en otros, limitándose a ofrecer una ayuda material para los pobres. Esto quiere decir que cada bautizado debe implicarse personalmente en la escucha, la acogida y la integración de los pobres, porque el mandamiento del amor es para todos.
En nuestros días, tenemos que dar incesantes gracias a Dios porque millones de hombres y mujeres en el mundo han descubierto la presencia de Jesús en los más pobres y excluidos, y comparten con ellos su tiempo y sus bienes. Pero, sobre todo,
hemos de dar gracias a Dios por quienes se hacen pobres con los pobres para descubrir las causas de su pobreza y para buscar respuestas eficaces para la solución de la misma. En este sentido, hemos de asumir que no basta ofrecer soluciones a las necesidades materiales, sino que hemos de estar atentos a las pobrezas espirituales, es decir, hemos de ofrecer una atención integral a la persona necesitada de Dios, de escucha y de alimento.
Pero, además, el verdadero amor a los hermanos nos pide también que no dejemos de dialogar con el Estado y con sus instituciones para que, en la búsqueda del bien común de la sociedad, presten una atención especial a los marginados de la sociedad. En este sentido, nos viene bien recordar las enseñanzas de la encíclica Pacem in terris de San Juan XXIII, cuando se cumplen los sesenta años de su promulgación. Escribía el Papa: “Observamos que (el hombre) tiene derecho a la existencia, a la integridad corporal, a los medios necesarios para un decoroso nivel de vida, cuales son, principalmente, el alimento, el vestido, la vivienda, el descanso, la asistencia médica y, finalmente, los servicios necesarios que a cada uno debe prestar el Estado. De lo cual se sigue que el hombre posee también el derecho a la seguridad personal en caso de enfermedad, invalidez, viudedad, vejez, paro y, por último, cualquier otra eventualidad que lo prive, sin culpa suya, de los medios necesarios para su sustento” (n. 11).
Con mi sincero afecto, feliz día del Señor.
Atilano Rodríguez, obispo administrador apostólico de Sigüenza-Guadalajara
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