Los parlamentos de cinco países han aprobado durante los últimos años leyes, en las que, bajo el pretexto de supuestos derechos, se propaga “la cultura de la muerte”. En estas leyes, además de olvidar que todo ser humano es un fin en sí mismo y no un medio para resolver otras dificultades, no se tiene en cuenta que la persona es sagrada e inviolable en cualquier situación y en cada etapa de su desarrollo.
Siguiendo los pasos de estos países, el Congreso de los Diputados de nuestra nación manifestó también su propósito de seguir adelante con la tramitación de la ley orgánica de regulación de la eutanasia, desoyendo las voces de quienes consideran que lo más importante y necesario en estos momentos sería una buena ley de cuidados paliativos.
No parece lógico ni moral que la única salida ante el sufrimiento del paciente sea el continuar sufriendo o el terminar con su vida por medio del personal sanitario.
Con la finalidad de iluminar las conciencias de los miembros de la Iglesia y de las personas de buena voluntad, los Obispos miembros de la Comisión Ejecutiva de la Conferencia Episcopal Española, el día 14 de septiembre, publicaban una nota en la que afirman que la vida humana no es un bien a disposición de nadie y, por tanto, aunque existan enfermos “incurables”, no son “incuidables”.
Posteriormente, el día 22 de septiembre, la Congregación para la Doctrina de la Fe presentaba otra comunicación, en la que propone la doctrina de la Iglesia sobre la eutanasia y el suicidio asistido, así como las consecuencias para quienes los solicitan y para las personas que votan estas leyes para su aprobación.
“La Iglesia –dice la nota de la Congregación– considera que debe reafirmar como enseñanza definitiva que la eutanasia es un crimen contra la vida humana porque, con tal acto, el hombre elige causar directamente la muerte de un ser humano inocente”. Es más, la “eutanasia es un acto intrínsecamente malo en toda ocasión y circunstancia”.
Los cristianos y las personas de buena voluntad, ante este tipo de leyes, que atentan contra la vida humana y siembran la cultura de la muerte, no podemos mirar para otro lado ni dejarnos guiar por los criterios culturales del momento, aunque estos estén refrendados por las leyes civiles. Para tomar las decisiones adecuadas en cada instante, deberíamos tener presente que es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres.
Por medio de estas líneas, quisiera invitar a todos los diocesanos a leer estas dos notas, a las que acabo de referirme. Incluso, si fuese posible, sería bueno mantener algún diálogo grupal sobre el contenido de las mismas para clarificar dudas y para llegar a conclusiones operativas. El sí a la dignidad de la persona, especialmente en sus momentos de mayor indefensión y fragilidad, nos obliga a oponernos a estas leyes que, en nombre de una muerte digna, niegan en su raíz la dignidad de toda vida humana.
Con mi sincero afecto y estima en el Señor, un cordial saludo.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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