BENEDICTO XVI, TESTIGO DEL EVANGELIO
El pasado día 31 de diciembre fallecía en la Ciudad del Vaticano el papa emérito Benedicto XVI. Entregaba su alma a Dios de forma definitiva, el “humilde trabajador de la viña del Señor”, el hombre sabio, el confesor de la fe, enamorado de Jesucristo y de su Iglesia. Como afirman las personas que le acompañaron en los últimos instantes de su vida, murió confesando su amor a Jesús, es decir, murió evangelizando.
La evangelización fue la gran preocupación de su vida en las distintas actividades eclesiales que tuvo que asumir desde una actitud de obediencia y de servicio a la Iglesia y a sus superiores. En continuidad con san Juan Pablo II, el papa Benedicto nos recordó, durante los años de su pontificado, la urgencia de impulsar una nueva evangelización con el fin de lograr el renacimiento espiritual y moral de las comunidades cristianas.
Este nuevo impulso evangelizador solo será posible si los evangelizadores asumimos que la evangelización no consiste solo en ofrecer a los demás una doctrina o un conjunto de verdades doctrinales, sino en anunciar y dar testimonio de Jesucristo y de su amor con la propia vida, porque estamos verdaderamente convencidos de que “nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y anunciar a los otros la amistad con él”.
Este empeño evangelizador, en la mente del papa Benedicto, debe brotar de un triple amor: a la palabra de Dios, a la Iglesia y al mundo. Por medio de la Sagrada Escritura, Cristo se nos da a conocer en su persona, en su vida y en su doctrina. Por ello, la tarea prioritaria de la Iglesia debe consistir en alimentar a todos los hombres con la palabra de Dios, facilitándoles el acceso a la misma, para que así sea posible llevar a cabo el compromiso de la nueva evangelización, el anuncio de Cristo en nuestros días.
Puesto que la palabra de Dios no puede comprenderse al margen de la Iglesia, los evangelizadores han de asumir también la necesidad de acrecentar la comunión eclesial y la corresponsabilidad pastoral, procurando en todo momento la fidelidad al magisterio de la Iglesia y practicando una espiritualidad de comunión, mediante la contemplación del misterio trinitario. Esta vivencia de la comunión eclesial será, especialmente, necesaria en quienes tienen la misión de transmitir íntegro el mensaje del Evangelio.
Pero, el discípulo misionero, además de ser un testigo de la palabra de Dios y un hijo fiel de la Iglesia, tiene que vivir también con profundo gozo su pertenencia gozosa a la sociedad, compartiendo alegrías y sufrimientos con los hermanos, y colaborando con ellos en la construcción de un mundo nuevo. El evangelizador solo podrá ofrecer y presentar a Cristo, la gran esperanza de la existencia humana, a sus semejantes, si comparte sus sufrimientos y esperanzas, acoge sus preocupaciones e inquietudes y los ama con un amor misericordioso y compasivo.
Con mi sincero afecto y bendición, feliz día del Señor.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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