El Concilio Vaticano II sitúa la celebración de la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, como culmen del año litúrgico. Con ello, quiere expresar el sentido de plenitud y de consumación que tiene este título referido a Cristo, superando así las interpretaciones tergiversadas y equivocadas de signo político o religioso.
En el Evangelio, el mismo Jesucristo, después de confesar ante Pilato que “su reino no es de este mundo” (Jn 18, 36), confesará su realeza, aunque sabía las dolorosas consecuencias de esa confesión: “Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz” (Jn 18, 37). A lo largo de su vida, con acciones y palabras, Jesucristo nos enseñará que su reino no es un reino de honores y de gloria, sino de servicio y entrega amorosa a los demás para rescatarnos a todos del mal, del pecado y de la muerte.
En nuestros días, como en tiempos de Jesús, muchos se burlan de él, se escandalizan de la cruz e intentan eliminar su presencia de las calles o de otros lugares. Como sucedía en los momentos de la incomprensible muerte del Maestro por la salvación del mundo, estos hermanos tal vez no saben muy bien lo que hacen o, si lo saben, les inquieta contemplar sobre la cruz a quien sigue dando su vida por amor a sus semejantes y que es la encarnación del hombre más humano que nos ha regalado la historia.
Los primeros cristianos, al contemplar a Cristo en la cruz, le llaman también “mártir”, es decir, “testigo”. Descubren en su muerte al testigo fiel, manifestación del infinito amor del Padre que da su vida por la salvación de la humanidad y al testigo de una existencia identificada con los marginados y excluidos de la sociedad. Hasta tal punto se identificó con las víctimas inocentes y con sus sufrimientos que no dudó en morir como ellas.
Para quienes nos confesamos seguidores de Jesucristo, la contemplación de su cruz es una invitación a salir de nosotros mismos para acercarnos en actitud de servicio a los millones de hermanos indefensos, a los excluidos de la sociedad y a cuantos sufren a causa del olvido de sus semejantes. Este modo de actuar, en ocasiones, puede traernos rechazo, sufrimiento o incomprensión, pero es nuestro modo humilde y consecuente de cargar con la cruz de Cristo, que se hace real en las cruces de los necesitados.
Aunque el escándalo por llevar la cruz o por mostrarla públicamente continúe siendo una necedad para el hombre de hoy, el Crucificado-Resucitado sigue haciéndose presente en la eucaristía, en su palabra y en las víctimas inocentes del hambre, de la guerra, de las mujeres maltratadas o asesinadas por sus esposos, de los emigrantes que cada día mueren en el mar por buscar un futuro mejor para ellos o para sus familias.
Con mi sincero afecto y bendición, feliz día del Señor
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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