El hombre de hoy tiene especiales dificultades para asumir su condición de criatura y su dependencia del Creador. Como consecuencia de ello se siente incapaz de reconocer y aceptar que la naturaleza y todo lo creado son regalos que Dios le hace para que cuide de ellos y, de este modo, pueda garantizar la pervivencia de los mismos para sí, para los hermanos y para las generaciones venideras.
Con el fin de evitar el abuso de la tierra por parte de los seres humanos y para favorecer el cuidado que estos deben prodigar a sus semejantes, la legislación bíblica propone un conjunto de normas de comportamiento que han de ser aceptadas y cumplidas escrupulosamente no sólo en la relación de la persona con sus semejantes, sino también en la relación con la naturaleza y con los restantes seres vivos.
Cuando estas relaciones se descuidan y cuando la justicia deja de ser la norma de comportamiento entre los seres humanos, toda la vida está en peligro. El olvido de una relación esmerada y fraterna con el vecino, a quien todos tenemos el deber de cuidar y custodiar, puede llegar a destruir también la relación interior con Dios, con nosotros mismos, con los demás y con la naturaleza.
Esto quiere decir que los cristianos no podemos cultivar una espiritualidad, en la que Dios creador y todopoderoso esté ausente. Cuando el cristiano deja de adorar al Dios verdadero y olvida que la tierra y cuanto la habita es obra suya, sin darse cuenta cae en el egocentrismo, en el culto a los ídolos o en la adoración de otros poderes de la naturaleza, olvidando el lugar que sólo a Dios le pertenece.
Este olvido de Dios y la adoración de lo que simplemente es obra de sus manos puede conducirnos incluso a pisotear y destruir la realidad creada por Él sin respetar ningún límite. Es más, cuando los seres humanos olvidamos las leyes impuestas por Dios en la relación con nuestros hermanos y con la naturaleza, con el paso del tiempo terminamos imponiendo nuestras leyes y nuestros criterios a las personas y a la misma creación.
Jesucristo resucitado de entre los muertos, vencedor del pecado y de la muerte, nos abre al conocimiento del Padre mediante la acción del Espíritu Santo en nosotros, para que participemos de su comunión de vida y amor, y para que experimentemos en todo momento su salvación. Pero, al mismo tiempo, el Señor nos envía hasta los confines del mundo para que cultivemos la naturaleza y velemos por la vida de cada ser humano como alguien que nos pertenece y necesita nuestra colaboración para desarrollarse y crecer como persona.
Con mi sincero afecto y bendición, feliz día del Señor.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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