El jueves, día 5 de octubre, el Santo Padre pronunciaba un importante discurso a los miembros de la Academia Pontificia para la Vida. En el mismo señalaba los proyectos de una revolución cultural en la que se cruzan las preguntas sobre el significado de la vida humana con las preguntas sobre el origen y destino de la persona.
Con el pretexto de encontrar un nuevo camino para el reconocimiento de la dignidad de la persona, algunas ideologías actuales eliminan toda diferencia sexual y afirman que es imposible el entendimiento entre el hombre y la mujer para afrontar el futuro.
Además, la afirmación de la soberanía del ser humano con respecto a la realidad, como consecuencia del olvido de Dios y del subjetivismo, induce a muchos a sacrificarlo todo para la obtención del beneficio personal. De este modo, el ser humano puede ser explotado o descartado, valorado o despreciado en función del propio interés.
Esta visión de la persona acarrea consecuencias nefastas para las relaciones familiares y sociales. Una sociedad en la que todo puede ser comprado, vendido o regulado tecnológicamente, es una sociedad que ya ha perdido el sentido de la vida y que no tiene capacidad para reconocerlo en los mayores ni para transmitirlo a los niños.
Ante las graves consecuencias de esta revolución cultural, la Iglesia no puede mirar para otro lado, sino que ha de asumir su responsabilidad. Los cristianos, iluminados por la Palabra de Dios, que nos enseña el origen de la vida y su destino, tenemos la grave responsabilidad de no plegarnos a los criterios culturales del momento ni a los intereses de unos pocos incapaces de pensar en el bien común de la sociedad.
El hombre y la mujer, creados a imagen y semejanza de Dios, tienen que renovar su compromiso de transmitir la vida y de cuidar la casa común que les ha sido confiada por el Creador. Para ello, no basta hablar del amor entre el hombre y la mujer; es necesario aliarse entre sí para llegar a la meta deseada. El hombre solo y la mujer sola no tienen la capacidad ni los medios necesarios para asumir estas responsabilidades.
Ante las dificultades de la misión, no podemos dejarnos dominar por el miedo ni por los sentimientos de impotencia. Es necesario que, entre todos, provoquemos una gran movilización de la sociedad, teniendo en cuenta que nos necesitamos unos a otros para la propia realización personal y para la búsqueda de caminos que nos permitan ofrecer respuestas eficaces a los desafíos culturales y sociales del momento presente.
Con mi bendición, feliz día del Señor.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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