Los cristianos formamos parte de una Iglesia que, impulsada por el Espíritu Santo, vive y actúa en todos los países del mundo. Esta Iglesia universal se hace concreta y toma cuerpo para cada bautizado en su diócesis y, más concretamente, en su parroquia. Ésta se convierte así en la Iglesia que vive entre las casas de sus hijos y de sus hijas.
Las comunidades parroquiales, aunque sean pequeñas, nacen en la Iglesia para anunciar desde la cercanía a todos, creyentes o no creyentes, el Evangelio de Jesucristo, para formar cristianos que celebren los sacramentos, vivan fraternalmente, practiquen las obras de misericordia con los necesitados y proclamen la Palabra de Dios a todos.
Para llevar a cabo esta misión, es preciso que los cristianos descubramos el verdadero rostro de la parroquia y la pertenencia gozosa a la diócesis. Éstas no son principalmente espacios territoriales, sino fraternidades animadas por la acción del Espíritu Santo. La parroquia, ante todo, es una casa de familia que debe estar siempre con las puertas abiertas para acoger a los que llegan y para salir al encuentro de los alejados.
Esto implica que los miembros de la comunidad parroquial han de luchar cada día contra el egoísmo y la comodidad tan arraigados en la sociedad actual. Ante el individualismo consumista que, con el paso del tiempo, nos aísla de los hermanos, los cristianos hemos de impulsar cada día la comunión y la fraternidad, concretando así el encargo del Señor de ser uno con Él, como Él lo es con el Padre (Jn 17, 21).
La escucha comunitaria de la Palabra de Dios y la participación en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía, son el mejor antídoto para no sucumbir ante las divisiones, el aislamiento y la soledad. Quienes comemos el mismo pan formamos un solo cuerpo con Cristo y somos invitados a ofrecer el amor de Dios a todos los hombres. Por eso, el papa Francisco no cesa de recordarnos que la vida comunitaria, ya sea en la familia o en la parroquia, está hecha de muchos pequeños detalles.
Estos pequeños gestos de amor a los demás, de cercanía en los momentos de dificultad, de escucha paciente, de perdón ofrecido y recibido, son la mejor expresión de la presencia de Jesucristo en el seno de la comunidad. El descubrimiento de la presencia cercana del Señor es una valiosa ayuda para el desarrollo de las relaciones humanas, para la vivencia de la fraternidad y para el impulso de la vida espiritual.
La apertura a la trascendencia, que se desarrolla en el silencio, la oración y la adoración, debe animarnos a actuar siempre desde el amor y desde el servicio corresponsable a cada hermano en nuestra parroquia y en la diócesis. Por eso, todos los bautizados hemos de colaborar activamente en la búsqueda del bien de los demás para construir así la gran familia de los hijos de Dios que es nuestra propia familia.
Con mi sincero afecto y bendición, feliz día del Señor.
Atilano Rodríguez, Obispo de Sigüenza-Guadalajara
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