La llamada a la conversión de los pecados y a la superación de la rutina espiritual es una constante en la Sagrada Escritura. En ocasiones, los cristianos podemos olvidar que esta invitación al cambio de rumbo para volver la vista y el corazón al Dios verdadero ocupa el centro de la predicación de Jesús y forma parte de la experiencia interior de los santos.
En un mundo como el nuestro, en el que pocos se sienten pecadores, es preciso que recuperemos la conciencia de pecado y asumamos la responsabilidad por el bien común de la sociedad. Aunque no seamos conscientes de ello o intentemos culpar a los demás de todos los males, la Palabra de Dios nos recuerda que todos somos pecadores, que nadie puede tirar la primera piedra sobre su hermano sin mirar antes a su interior.
Dios, que es el único que puede perdonar los pecados, ha querido que su perdón llegue a cada ser humano por medio de Jesucristo y de la Iglesia. Al ser el único con el poder de perdonar los pecados, es también el único que puede confiar a otros el poder de perdonarlos en su nombre: “Lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo” (Mt 16, 19-20).
Para ofrecer este perdón a todos los hombres, Jesucristo instituyó el sacramento de la penitencia o de la reconciliación. Mediante la celebración de este sacramento, todos podemos acercarnos a recibir del confesor el perdón de los pecados graves cometidos
después del bautismo y restablecer la comunión eclesial y eucarística (CIC 1446). En nombre de Cristo, la Iglesia nos anuncia y nos concede el perdón de nuestros pecados, pero este perdón requiere previamente el dolor por haber ofendido a Dios y a los hermanos, el arrepentimiento de las ofensas y el sometimiento de nuestra penitencia al juicio de quien nos ofrece el perdón en nombre de Dios.
Todos, yo el primero, necesitamos un tiempo para preparar y celebrar el sacramento de la penitencia, reconociendo la centralidad de Dios en nuestra vida y asumiendo nuestra condición de pecadores. La celebración de este sacramento es una gran ayuda para crecer en la renovación interior de nuestra mente y para experimentar la alegría del encuentro con el amor de Dios. Quien se considera justo o piensa que no tiene pecado nunca podrá vivir la experiencia del abrazo misericordioso de Dios, que siempre nos espera con los brazos abiertos para ofrecernos su amor.
Si vivimos en actitud de sincera conversión a Dios y a los hermanos, otras muchas cosas que necesitamos, para crecer espiritualmente y para avanzar en la identificación con Jesucristo, Dios nos las concederá por añadidura. De este modo, podremos vivir con gozo y esperanza nuestra condición de hijos de Dios y de miembros vivos de su Iglesia.
Con mi sincero afecto y estima, feliz día del Señor.
Atilano Rodríguez, Obispo de Sigüenza-Guadalajara
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