Vivimos en una sociedad con muchos ruidos. Estos condicionan con frecuencia la reflexión personal, la relación con los hermanos y la posibilidad de escuchar sus necesidades. Además de impedirnos escuchar las reflexiones y aportaciones de los demás, el ruido es también un obstáculo para entrar dentro de nosotros mismos y para preguntarnos por el sentido de nuestra existencia y de nuestras acciones.
Desde el punto de vista religioso, la falta de silencio nos incapacita para escuchar la
voz de Dios, que es nuestro amigo y que siempre está dispuesto a darnos el consejo y la orientación que necesitamos. La vocación cristiana, que es siempre respuesta a la llamada de Dios, resulta muy difícil percibirla sin tomar distancia de los ruidos de la vida diaria. Aprender a escuchar a Dios en silencio es la condición necesaria para percibir su voz, para no cerrarnos a la trascendencia, para descubrir nuevos horizontes a la existencia y para darle una orientación nueva y definitiva.
Ahora bien, este encuentro personal con Jesucristo en lo más profundo de nuestro corazón no solo exige el silencio exterior que nos permita distanciarnos de los criterios del mundo y de las opiniones de los demás, sino que requiere también el silencio interior. Este nos permite poner freno a la imaginación y serenar el espíritu para distinguir entre nuestros deseos y nuestro deber, para discernir entre los sentimientos de nuestro corazón y la voluntad de Dios.
Las decisiones importantes sobre nuestra vida y sobre la actividad pastoral no es posible tomarlas sin momentos de silencio y escucha. La misión a la que el Señor nos llama, en muchos casos, nos exige renunciar a nosotros mismos y a nuestros criterios para orientar los quehaceres diarios y el anuncio del Evangelio desde el querer de Dios.
La vida espiritual y la práctica pastoral resultan imposibles, si no existe la firme voluntad de romper con aquellos planteamientos y criterios que son contrarios al Evangelio. Solo la escucha y la respuesta meditada a la Palabra de Dios en la oración y el silencio pueden ayudarnos a descubrir qué quiere el Señor de nosotros
en los distintos momentos de la existencia, pues la vida cristiana no consiste en hacer muchas cosas, aunque estas sean buenas y estén bien realizadas, sino en cumplir la voluntad de Dios.
Ser cristiano es una determinada forma de plantearse la vida en todos sus aspectos, de pensarla y vivirla siempre a luz de las enseñanzas y comportamientos de Jesús, superando con radicalismo todo aquello que pueda ser un obstáculo para la vivencia de la Buena Noticia. Por eso, las decisiones personales o pastorales, asumidas en un momento determinado porque eran más acordes con la voluntad de Dios, es preciso revisarlas y corregirlas, si cambian las circunstancias y la realidad.
Con mi sincero afecto y estima, feliz día del Señor.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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