La vivencia de la comunión eclesial nos recuerda nuestro origen en Dios y pone los fundamentos de la misión evangelizadora de la Iglesia. Por el bautismo, los cristianos somos injertados en el misterio de la Santísima Trinidad y, por tanto, comenzamos a participar de la comunión de vida y amor existente entre las personas divinas.
Pero, además, mediante la unción del Espíritu Santo y la oración de la Iglesia en el bautismo, los cristianos entramos también a formar parte de la familia de los hijos de Dios, del santo Pueblo de Dios. En esta familia estamos obligados a vivir la fraternidad mediante la práctica del mandamiento del amor para mostrar y reflejar en todo momento la comunión amorosa entre las tres personas de la Trinidad Santa.
Es verdad que como miembros del Pueblo de Dios todos somos distintos y tenemos distintos carismas, suscitados por el Espíritu, pero esto no puede ser obstáculo para acoger la comunión y para concretarla en la misión. La comunión no anula la unidad, sino que la hace posible en la diversidad de los carismas, funciones y ministerios suscitados por el Espíritu en la Iglesia.
Los presbíteros, consagrados y fieles laicos tenemos distintas funciones en la Iglesia y cada uno debe ejercerlas respondiendo a la llamada de Dios y a la acción del Espíritu Santo. Pero, por encima de todo, no deberíamos olvidar nunca nuestra condición de bautizados, hermanos, hijos del mismo Padre y enviados al mundo, en comunión, para ser misioneros, para vivir en misión.
El papa Francisco, para expresar esta comunión de todos los bautizados en la misión, utiliza la imagen del “poliedro”. Con sus distintas caras, el poliedro muestra la diversidad de vocaciones, pero todas llamadas a vivir y actuar en unidad armoniosa. Esto quiere decir que cualquier acción eclesial, que quiera ser respetuosa con la naturaleza más honda del Pueblo de Dios, tiene que expresarse siempre en términos de “sinergia”, en unión de voluntades para la consecución de un mismo fin.
La sinergia significa el esfuerzo en la realización de una obra común, una obra en la que podemos contar con las riquezas de todos los dones que cada cristiano aporta a la comunidad para la consecución de la unidad y de la misión. Entre otras muchas cosas, esto es lo que debemos tener presente en la celebración del sínodo diocesano.
Si en todo momento hemos de mostrar la alegría de formar parte del Pueblo de Dios, de un modo especial tenemos que manifestarla, vivirla y celebrarla, durante la celebración del sínodo diocesano. De este modo, cada hermano aporta sus dones y carismas para que los restantes miembros de la comunidad puedan enriquecerse con ellos y para que las parroquias descubran nuevos caminos para la realización de su misión.
Con mi sincero afecto y bendición, feliz día del Señor.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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