El día 24 de julio, por expreso deseo del papa Francisco, celebramos en la Iglesia la “II Jornada Mundial de los Abuelos y de los Mayores”. Con el lema, tomado del salmo 92, “En la vejez seguirán dando frutos”, el Santo Padre nos invita a acercarnos a las personas mayores para descubrir en ellas testimonios vivientes de la presencia de Dios y para valorar sus importantes aportaciones a la convivencia familiar, a la sociedad y a la Iglesia.
En una sociedad individualista y consumista como la nuestra, muchos consideran la ancianidad como una enfermedad, con la que es mejor no entrar en contacto para no tener que compartir las preocupaciones y problemas de los abuelos y de los mayores. Este modo de pensar y actuar con frecuencia es expresión de la “cultura del descarte”, que cierra los ojos y el corazón ante las fragilidades y los problemas de los demás.
Ciertamente, la ancianidad no es fácil de entender ni de vivir, pues ni los jóvenes ni los adultos hemos sido preparados para afrontarla. Las sociedades más desarrolladas invierten importantes medios para el cuidado y la atención de los mayores, pero no utilizan las claves necesarias para interpretarla, “ofrecen planes de asistencia, pero no proyectos de existencia”. Por eso, resulta difícil mirar hacia el futuro para vislumbrar un horizonte seguro al que dirigir nuestros pensamientos y nuestros pasos.
En medio de la desesperanza y del desánimo, provocados por el debilitamiento de las fuerzas o por la misma enfermedad, Dios nos invita siempre a seguir esperando y a experimentar su presencia cercana y amiga, a pesar de las canas y la vejez. Dios continúa dando vida en todos los estadios de la existencia y no permitirá que seamos derrotados por el mal ni por el sufrimiento, pues la vejez no es una condena sino una bendición.
La ancianidad no es una etapa inútil, en la que debamos alejarnos de los demás, sino una oportunidad para seguir dando frutos. Desde la experiencia de los años vividos, los mayores pueden ofrecernos el testimonio de su fe en Dios y la revolución de la ternura, una revolución espiritual y pacífica de la que deben ser protagonistas. Esto exige una auténtica conversión para reconocer al otro como un verdadero hermano.
La Iglesia y cada comunidad cristiana ha de celebrar esta jornada asumiendo el propósito de orar por los mayores, de visitarlos y escucharlos, especialmente a quienes están más solos en sus casas o residencias. Visitar a los mayores, además de ser una obra de misericordia en este tiempo, puede ayudarles a cambiar el sentido de la existencia, a descubrir el amor de sus semejantes y a seguir esperando ante el futuro.
Que la Santísima Virgen, la Madre del amor y de la ternura, nos ayude a jóvenes y ancianos a ser artífices de la revolución de la ternura para afrontar juntos las soledades de nuestro mundo y los sufrimientos provocados por el demonio de la guerra.
Con mi sincero afecto y bendición, feliz día de los abuelos y de los mayores.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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