El día 17 de noviembre celebramos la III Jornada Mundial de los Pobres. El papa Francisco, en el mensaje publicado con esta ocasión, nos invita a reflexionar sobre la situación de frustración y desesperanza en la que viven millones de hombres y mujeres que son sometidos en nuestros días a una explotación salvaje y humillante.
Emigrantes y refugiados, niños, jóvenes y adultos, son tratados como desperdicios sobrantes de una sociedad que, después de explotarlos y pisotear su dignidad los deja tirados al borde del camino sin que exista ningún sentimiento de culpa por parte de quienes provocan estas situaciones. La consideración de los pobres como una amenaza social les impide ver el final del túnel de la miseria y de la postración.
Dios, que escucha el clamor de los pobres, los levanta de la basura para ofrecerles esperanza, misericordia y consuelo. Jesús no sólo ha proclamado que los pobres son bienaventurados, sino que los ha invitado a su mesa para mostrarles el rostro compasivo y misericordioso del Padre. Es más, Jesús mismo no ha dudado en identificarse con cada uno de ellos para proponer así la grandeza de su dignidad: “Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40).
Pero Jesús, que ha inaugurado con su venida el Reino de Dios, poniendo en el centro del mismo a los pobres, hoy nos confía a nosotros, sus discípulos, la misión de colaborar con Él para ofrecerles esperanza. La opción por los últimos, por los desfavorecidos, por quienes son rechazados y descartados, debe ser la opción prioritaria de los discípulos de Cristo. Los necesitados sólo podrán recuperar la esperanza si ven en nuestros gestos y donación un acto de amor gratuito y desinteresado que no espera ser recompensado.
La práctica de la caridad exige que nos paremos ante cada hermano necesitado para escucharle, descubrir la bondad que se esconde en su corazón y ofrecerle la ayuda que realmente necesita. No podemos quedarnos sólo en la respuesta a sus necesidades materiales, pues ellos necesitan nuestras manos para reincorporarse, nuestros corazones para sentir de nuevo el calor del afecto y nuestra presencia cercana para superar la soledad. Esto quiere decir que, para ofrecer esperanza a quienes se sienten solos y abandonados, en ocasiones basta con detener el paso, sonreír y escuchar.
A todas las comunidades cristianas y a cuantos sienten la urgencia de llevar esperanza y consuelo a los pobres, el Papa nos pide, hoy y siempre, un compromiso activo para que nadie se sienta privado de cercanía y solidaridad. Con esta invitación, el Santo Padre nos recuerda que, para ser verdaderos evangelizadores y testigos del amor de Dios en el mundo, hemos de revisar el compromiso personal y comunitario con los pobres.
Con mi sincero afecto y bendición, feliz día del Señor.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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