En el camino del Adviento, la Iglesia nos invita a contemplar a la Santísima Virgen en la solemnidad de su Concepción Inmaculada. En María descubrimos a la mujer llena de gracia, libre de toda mancha de pecado y elegida por Dios para ser Madre de su Hijo. La Virgen Inmaculada es el gran signo que Dios ha querido ofrecer a la humanidad para que ilumine el camino y la meta de nuestra peregrinación por este mundo.
Las imágenes, esculturas y pinturas de la Virgen Inmaculada la representan con un dragón bajo sus pies. Con ello, los pintores y escultores han pretendido expresar plásticamente la victoria de María, la nueva Eva, sobre el pecado y sobre el poder del demonio. Estas representaciones pictóricas nos invitan a revisar el poder del mal y del pecado en nosotros y en nuestro mundo.
En unos casos, aparecerá el demonio alejándonos de Dios y de su santa voluntad. En otros, el maligno se mostrará en la seducción y el seguimiento de las realidades mundanas, así como en el culto y en la veneración de nosotros mismos, haciéndonos olvidar la verdad de nuestra existencia, la verdad de nuestra condición de criaturas limitadas y sujetas a la finitud.
Cuando nos dejamos atrapar por los criterios del mundo, olvidando la centralidad de Dios y sus enseñanzas, encontramos verdaderas dificultades para ser buenos cristianos, para permanecer con gozo en el seguimiento de Jesucristo y para mantener firme la esperanza de heredar un día la vida eterna. Como consecuencia de ello, dejamos de ser signo de Dios y manifestación de su amor en la familia y en la sociedad.
Acompañados por el testimonio y por la intercesión de la Santísima Virgen, tendríamos que asumir con gozo nuestra llamada a la santidad y a ser perfectos como el Padre celestial es perfecto. De este modo, podremos poner los fundamentos de una nueva forma de vivir y podremos proyectar luz en la convivencia familiar y en las relaciones sociales para cuantos contemplen nuestra vida.
Esto nos obliga a rechazar los ideales paganos que, con frecuencia, encontramos en el camino de la vida y a repensar nuestra existencia con planteamientos vocacionales. Cada uno tendríamos que responder, como María, a la llamada de Dios desterrando de nosotros el pecado y llenando el tiempo de nuestro peregrinar por este mundo en hacer el bien a nuestros semejantes, como continuadores de la misión de Jesús.
La fiesta de la Inmaculada nos invita a recobrar la confianza en nosotros mismos y a dejar que Dios realice su obra en nosotros y en el mundo. Si Ella ha salido victoriosa del dragón, también nosotros podemos vencer la fuerza del pecado y del mal, si nos dejamos transformar interiormente por la gracia de Dios y ponemos los medios para superar nuestras mezquindades e infidelidades.
Con mi bendición, feliz día de la Inmaculada Concepción.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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