La Iglesia, para llevar a cabo la misión confiada por su Señor, debe gozar siempre y en todos los lugares de la tierra del derecho de libertad religiosa. Este derecho fundamental de todo ser humano tiene como objetivo fundamental el que no se impida a ninguna persona practicar libremente su religión o cambiar de ella.
Pero, la libertad religiosa exige también que se respete la dimensión pública de la religión y, por tanto, la posibilidad de que los creyentes puedan colaborar a la construcción del orden social de acuerdo con sus convicciones religiosas. Refiriéndose a este tema, el papa Benedicto XVI decía en la Asamblea de la Naciones Unidas, al cumplirse el 60 aniversario de la Declaración de los derechos humanos, que “no se puede limitar la plena garantía de la libertad religiosa al libre ejercicio del culto, sino que se ha de tener en la debida consideración la dimensión pública de la religión y, por tanto, la posibilidad de que los creyentes contribuyan a la construcción del orden social”.
Esto quiere decir que la libertad religiosa, además de ser una necesidad que deriva de la misma convivencia humana, es también una consecuencia de la verdad que no se puede imponer a los demás desde fuera, sino que ha de ser el fruto maduro de un proceso de reflexión y de convicción personal. Por eso, ningún estado puede imponer la profesión de unas concretas convicciones religiosas a sus ciudadanos.
En nuestros días, este derecho primordial de todo ser humano no solo no es protegido suficientemente por las autoridades civiles en bastantes países, sino que es conculcado constantemente. En Europa, de momento, es defendido por los poderes públicos, pero sin demasiado entusiasmo. De hecho, durante los últimos años, se están permitiendo burlas, desprecios y ataques a los sentimientos religiosos de muchos ciudadanos, apoyados en ocasiones con dinero público.
Los gobiernos europeos, salvo contadas excepciones, no han tenido la valentía de reivindicar para los cristianos que viven en otros países de la tierra los mismos derechos que aquí se conceden a los miembros de otras religiones. Ante esta tibieza, el papa Francisco afirmaba recientemente que, en aquellos países, en donde los cristianos son minoría, debería garantizárseles la libertad religiosa del mismo modo que nosotros la pedimos para quienes no son cristianos, allí donde ellos son minoría.
En la construcción de la paz y de la fraternidad, el derecho a la libertad religiosa para los creyentes de todas las religiones debería estar garantizado. De hecho, este derecho proclama que es posible un buen acuerdo entre culturas y religiones diferentes y “atestigua que las cosas que tenemos en común son tantas y tan importantes que es posible encontrar un modo de convivencia serena, ordenada y pacífica, acogiendo las diferencias con la alegría de ser hermanos en cuanto hijos de un único Dios” (FT 279).
Con mi cordial saludo y bendición, feliz día del Señor.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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