Durante los meses de verano, en nuestros pueblos y ciudades se multiplican las fiestas en honor a la Santísima Virgen. Aunque este año, debido a la pandemia provocada por el coronavirus, emos tenido que suprimir los desfiles procesionales para evitar posibles contagios, sin embargo, una vez más tenemos la dicha de experimentar la ternura de la Madre y podemos presentarle los anhelos y sufrimientos de nuestros hermanos.
Jesús, que entró en el mundo por obra del Espíritu Santo, con la colaboración maternal de la Santísima Virgen, experimentó durante los años de la niñez y de la juventud los cuidados y los constantes desvelos de su Madre. Las narraciones evangélicas de la huida a Egipto y la escena del niño perdido y hallado en el templo describen con gran claridad el dolor y sufrimiento de María ante el futuro de su Hijo.
Antes de su muerte, Jesús quiere que todos experimentemos los cuidados y la protección de la Madre para que vivamos como verdaderos hijos de Dios. Por eso, junto a la cruz nos regala a su propia Madre, traspasada por la espada del dolor, como Madre nuestra, porque no quiere que nos sintamos huérfanos ni abandonados.
Desde aquel momento, María será siempre la mujer atenta a las necesidades de sus hijos para que el vino de la fe no falte nunca en nuestros corazones. Ella, que comprende nuestras penas y sabe de nuestros sufrimientos, nos enseña con su testimonio a mantener viva la esperanza en el cumplimiento de las promesas divinas. Para ello, se acerca a nosotros, “camina con nosotros, lucha con nosotros y derrama incesantemente la cercanía del amor de Dios” (EG 286).
En las peregrinaciones a los santuarios, en los que se venera a la Santísima Virgen bajo diversas advocaciones, constatamos que María nos congrega a todos los hijos a su alrededor para que la miremos y nos dejemos mirar por Ella. En estos encuentros, la Madre siempre nos muestra a su Hijo para que descubramos en el camino que nos conduce al encuentro con el Padre y con los hermanos, el camino que nos ayuda a sobrellevar con esperanza los sufrimientos y cansancios de la vida.
Elevemos nuestra mirada y nuestro corazón a la Santísima Virgen. Pidámosle que nos conceda un nuevo ardor de resucitados para que no tengamos miedo de llevar y proponer a todos, especialmente a los más necesitados, el Evangelio de la vida que vence a la muerte. Que María, santa Madre, continúe intercediendo por nosotros y por todos sus hijos, mientras peregrinamos por este valle de lágrimas con la esperanza de encontrarnos con Ella y con su Hijo en los nuevos cielos y en la tierra nueva.
Con mi sincero afecto y recuerdo ante la Madre, un cordial saludo.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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