El papa San Pablo VI, en el discurso que pronunció con ocasión de la promulgación de la Constitución Dogmática sobre la Iglesia, del Concilio Vaticano II, reconocía y declaraba a “María Santísima, Madre de la Iglesia”. En aquel momento, los padres conciliares, puestos en pie, aplaudieron con entusiasmo y alegría, expresando así su homenaje a la Madre del Hijo de Dios, a nuestra Madre y a la Madre de la Iglesia.
María, del mismo modo que acompañó a los discípulos de su Hijo, después del encargo recibido de Él junto a la cruz, hoy sigue acompañando y protegiendo con su corazón maternal a todos los cristianos y a cuantos aún no han tenido la dicha de conocer a su Salvador hasta que todos podamos vernos felizmente reunidos, en paz y concordia, en el único Pueblo de Dios para gloria de la Santísima Trinidad (LG 69).
Confiados en la protección y la fidelidad de la Madre, millones de hombres y mujeres de todos los países del mundo se dirigen a Ella cada día en sus santuarios para que permanezca siempre a su lado y para que les muestre el verdadero camino que han de recorrer para llegar al encuentro con el Padre por toda la eternidad.
María nos sólo está atenta a las necesidades de sus hijos, como hizo en las bodas de Cana con los jóvenes esposos, a los que les faltaba el vino, sino que también nos habla por medio del testimonio de su entrega incondicional al Padre y a los hermanos. Ella siempre nos invita a confiar en su Hijo, a escuchar sus palabras y a dejarle franquear la puerta de nuestro corazón para que renueve la fe heredada de
nuestros mayores.
Cuando respondemos de verdad a Dios, como lo hizo María, percibimos que nuestra existencia recibe una luz nueva. De este modo, en medio del sufrimiento, podemos experimentar el consuelo; ante las dificultades de la vida, percibimos nuevo aliento; y cuando aparecen las oscuridades en el camino, experimentamos una nueva luz que nos permite afrontarlas con paz.
La contemplación de la Santísima Virgen y la acogida de sus enseñanzas, pueden ayudarnos a todos sus hijos a pasar del egoísmo al servicio, de la soledad a la comunión con nuestros semejantes, del sufrimiento a la confianza, de la tristeza a la alegría de sabernos amados por su Hijo y acompañados por Él en todos los momentos de la vida.
Pongamos nuestra confianza en la Madre del cielo, demos gracias a Dios por haberla puesto en nuestro camino como faro luminoso y pidámosle que, transformados interiormente por esta luz, podamos ofrecerla a nuestros hermanos. En comunión con María, sigamos contemplando los misterios del Santo Rosario y no dejemos de pedir su protección para nosotros y para todas las personas que sufren.
Atilano Rodríguez, 0bispo de Sigüenza-Guadalajara
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