El papa Francisco, en sus intervenciones públicas y en sus escritos, presenta un conjunto de tentaciones que pueden afectarnos a todos los cristianos y que, si no las afrontamos y superamos con la ayuda de la gracia, pueden llevarnos al decaimiento en nuestra vida espiritual y a la pérdida del entusiasmo misionero. Como recapitulación de todas ellas, el Santo Padre destaca las tentaciones del gnosticismo y el pelagianismo (EG 35).
¿Qué hay detrás de estas dos tentaciones? Quienes son tentados de gnosticismo consideran que es posible resolver todos los problemas de la persona con la sola inteligencia y los conocimientos intelectuales. Los pelagianos, por el contrario, ponen toda su confianza en el esfuerzo personal para alcanzar la santidad y la perfección humana. En ambos casos se olvida que Dios nos ha amado primero y que no es posible un crecimiento espiritual sin la gracia divina que nos precede y acompaña siempre.
Estas tentaciones, que pueden aparecer en todos los ámbitos de la vida, también en la actividad pastoral y evangelizadora, conducen a la adoración de la propia voluntad y de las capacidades personales, en vez de reconocer las limitaciones y pecados propios de la condición humana. Esta falta de humildad conduce al desprecio de Dios y a “una complacencia egocéntrica y elitista privada del verdadero amor” (GE 57).
Cuando el ser humano no reconoce su condición de hijo de Dios, es decir, cuando no deja que el amor de Dios sea el motor de su vida y de las relaciones con sus semejantes, llega a tener actitudes y comportamientos destructivos en las relaciones con el prójimo y con las restantes criaturas, considerando que puede utilizarlas en beneficio propio para satisfacer sus deseos egoístas y sus intereses personales.
En la vivencia de la fe y en el camino de la conversión, los cristianos experimentamos con frecuencia la tentación de poner límites a la acción de Dios en nosotros, actuando como si no existiese. La excesiva confianza en nuestras capacidades y en nuestros esfuerzos nos incapacitan para escuchar la voz de Dios, para dejar que su amor cure nuestras dolencias y para postrarnos ante Él en actitud de adoración, asumiendo nuestros pecados y dejándonos perdonar para poder así perdonar a nuestros hermanos.
Santa Teresa de Jesús, de la que se cumple el 27 de septiembre el cincuenta aniversario de su declaración como doctora de la Iglesia y que conocía muy bien las tentaciones del hombre de todos los tiempos, les decía a sus monjas: “Coloquémonos humildemente entre los imperfectos, considerémonos almas pequeñas a las que Dios tiene que sostener a cada instante. Cuando Él nos ve profundamente convencidas de nuestra nada, nos tiende la mano; pero si seguimos tratando de hacer algo grande, aunque sea so pretexto de celo, Jesús nos deja solas”.
Con mi sincero afecto y estima, feliz día del Señor.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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