El tiempo del Adviento es una invitación a abrir la mente y el corazón a la llegada de nuestro Dios. En la liturgia de este tiempo resuena con insistencia un mensaje lleno de esperanza. Se nos invita a levantar la mirada hacia la última venida del Señor y a reconocer en medio de nosotros los signos del Dios que viene para quedarse.
La Palabra de Dios nos pide que preparemos con esmero los caminos para recibir al Niño Dios, elevando los valles y abajando los montes y las colinas. Esto quiere decir que hemos de rebajar las montañas de la soberbia y del egoísmo mediante la vivencia de la humildad y la sencillez. Y, al mismo tiempo, hemos de rellenar los valles de la tristeza, el desánimo y el desaliento acogiendo los dones de la paz, la alegría y la renovación de nuestra vida.
Con la exclusión, rechazo y marginación de los compañeros de camino no ganamos nada. Cuando hacemos daño a nuestros hermanos, actuando desde la prepotencia y el orgullo, no sólo les causamos un daño a ellos en su dignidad de hijos de Dios y en sus derechos fundamentales, sino que nos hacemos también un daño irreparable a nosotros mismos.
La contemplación de estos pecados en la relación con Dios y con los hermanos nos obliga a fortalecer nuestra fe vacilante. Sólo así podremos abrir nuevos caminos a Jesucristo y comunicar su amor a nuestros semejantes. Dios, que nos ama a todos con amor infinito, lleva nuestros nombres y los de todos los hombres en su corazón de Padre. Por eso podemos fiarnos de Él y poner en sus manos providentes nuestra confianza.
Un segundo paso que tendríamos que dar en la preparación de la venida de Jesucristo es el de la conversión. No podemos dejarnos dominar por los ídolos de este mundo, por el dinero, el poder, la injusticia y el placer. Estos ídolos no nos salvan ni pueden liberarnos de nada. Por el contrario, nos esclavizan y nos impiden actuar con los criterios de Dios.
El Señor llega, con frecuencia, por caminos inesperados. Por eso, además de permanecer atentos y vigilantes ante su venida para que no pase de largo, hemos de pedirle que nos ayude a avanzar en el camino de la conversión personal. Sin esta primera reforma de nuestra mente y de nuestro corazón, no podremos acogerle ni estaremos preparados para mostrarlo a los demás mediante el testimonio de las obras y de las palabras.
Esta invitación al cambio de vida sería totalmente imposible, si contásemos sólo con nuestras cualidades y buenos deseos. Pero, sabemos muy bien que no estamos solos. Contamos siempre con la ayuda de un colaborador poderoso, Jesús, el Hijo de Dios. Hacia Él dirigimos nuestros pasos en el Adviento. Él sí puede ayudarnos a cambiar nuestras actitudes, sentimientos y comportamientos. Por tanto, permanezcamos atentos y en oración para abrir nuevos caminos a la venida de nuestro Dios.
Con mi sincero afecto y bendición, feliz día del Señor.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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